El
reglamento de Belgrano
La
expedición de Belgrano al Paraguay, como miembro de la Primera
Junta tuvo un importante carácter político, además del específicamente
militar. Así, por ejemplo, solucionó en su paso por Curuzú
Cuatiá, un viejo pleito jurisdiccional entre correntinos y
misioneros en la región sur del río Miriñay, que había sido
efectivamente ocupada por guaraníes de Yapeyú en la época de
Juan de San Martín. Asimismo legalizó la existencia de aquella
localidad, fundada en 1789 y también del pueblo de Mandisoví.
En ambas partes nombró autoridades oficiales. El contacto con
los pueblos misioneros provocó desazón en Belgrano por el
estado paupérrimo de los mismos. Por esa causa, y actuando con
el derecho que lo facultaba como autoridad de la Junta, redactó
desde el Campamento de Tacuarí el Reglamento para los Naturales
de Misiones. En éste, consistente de treinta artículos, se
refleja el espíritu ilustrado de Belgrano al insistir, por
ejemplo en la libertad total de los naturales. Fue éste el último
intento de las autoridades porteñas para recuperar el progreso
de los pueblos misioneros convirtiéndose en un nuevo fracaso
por desconocimiento de la cultura guaranítica. Ninguno de los
gobernantes que se sucedieron después de la expulsión de los
jesuitas percibieron que el régimen de comunidad estaba en la
base ancestral de la estructura de la vida del pueblo guaraní.
La liberación no produciría resultados positivos sin un cambio
de mentalidad. Belgrano entendió que ya iniciado desde varios años
atrás el proceso de liberación había que continuarlo. Por
ello, a la continuidad de la libertad de los naturales le sumó
la absoluta disponibilidad de sus bienes. “Todos los naturales
de Misiones son libres, gozarán de sus propiedades y podrán
disponer de ellas como mejor les acomode...”, indicaba en este
sentido. El Reglamento proveía medidas para realizar el reparto
de tierras en propiedad, la libertad plena para el comercio e
impulsaba el afincamiento de población blanca en los pueblos.
Suprimió el pago de tributos, eximiendo por diez años todo
impuesto a los habitantes de Misiones. Preocupado por la educación,
ordenó que cada pueblo debería contar con escuela. Respecto a
la lengua, consideraba que “...no está en mi ánimo desterrar
el idioma nativo de estos pueblos, pero como es preciso que sea
fácil nuestra comunicación...” estimulaba el aprendizaje del
español, promoviendo un bilingüismo. También tomó Belgrano
medidas de tipo sanitarias, como la sugerencia de que las
familias viviesen en solares separados, evitando las hileras de
casas. Partidario de aumentar las poblaciones, limitaba a no más
de 14 manzanas la capacidad de los pueblos. Dedicó a la
organización militar, por el carácter fronterizo de la región,
especial interés, fomentando la formación de milicias, para la
seguridad exterior y para el mantenimiento del orden interno en
los pueblos. Belgrano estaba convencido de que los guaraníes
habían sido despojados de sus derechos individuales por los
jesuitas que los habían educado en un régimen
socio-comunitario. La decadencia y el pauperismo reinante en los
pueblos no fueron suficiente ejemplo para convencer a Belgrano
de su error respecto al planteo de sus estrategias para el
adelanto de esa región. Por ello el prócer entendía que, ya
iniciado el proceso de liberación no se podía volver atrás,
sino al contrario, había que fortalecer y estimular un nuevo
estilo de vida, donde reinase la individualidad. Belgrano partía
del principio de “hoy todos somos uno”, propio de la
mentalidad ilustrada de la época. Con ello pretendía que
conviviesen guaraníes y blancos en un marco de franca igualdad.
Así, ordenó la supresión del tributo al que estaban obligados
los naturales y se designaron diputados indígenas para el
futuro Congreso que decidiría la independencia del país. El
Reglamento proveía medidas para realizar ordenadamente el
reparto de los bienes comunitarios, la plena libertad de
comercio y la distribución de empleos del gobierno tanto a
blancos como naturales, sin discriminaciones. Respecto a las
tierras señalaba que “... al estar entre ellas intercaladas,
se hará una masa común de ellas y se repartirán a prorrata
entre todos los pueblos para que unos y otros puedan darse la
mano y formar una provincia respetable de las del Río de la
Plata...”. Al no tener los naturales medios para explotar esas
tierras, Belgrano decidió eximir por diez años de todo
impuesto a los naturales, para que pudiesen iniciar sus empresas
con un pequeño capital. Tal era la utopía del prócer,
deslumbrado por las luces del racionalismo, pero desconocedor de
la cultura a la que iba dirigido su Reglamento. A pesar del
pragmatismo y la claridad con que fue redactado el reglamento,
los hechos ocurridos en Misiones al poco tiempo, hicieron que
este nuevo orden pretendido no pasara de buenas intenciones. No
obstante, algunos puntos se concretaron. El proceso de liberación,
planificado desde los principios del siglo, finalmente se
efectivizó, aunque no se produjo una sistemática repartición
de las tierras. Las milicias guaraníes se organizaron y fueron
el principal soporte del poderío artiguista en la región. Para
el resto de la normativa no hubo tiempo de aplicación por los
sucesos acontecidos a partir de 1813. Pero una pauta de la
eficiencia de este Reglamento lo brinda la puesta en práctica
del mismo en pueblos como Itatí, Garzas y Santa Lucía, en
Corrientes, que estuvieron alejados de las guerras de Andresito
y que prosperaron sobre la base de los enunciados belgranianos.
El
organizador de los pueblos mesopotámicos
La realidad del escenario natural que encontraría Belgrano en
su Expedición al Norte contrastaba con la del resto del antiguo
virreinato. Las Misiones sufrían una larga agonía desde la
expulsión de los jesuitas. Entre Ríos, Corrientes y la Banda
Oriental eran regiones en formación. Existían infinidad de
problemas territoriales por resolver. Hacía falta deslindar
jurisdicciones, crear organismos administrativos y policiales,
instalar nuevos núcleos urbanos, asegurar la educación de niños
y jóvenes. Belgrano en su esporádico paso por tierras mesopotámicas
atendió y resolvió muchos de esos problemas. Respecto al
pleito que desde mucho tiempo atrás sostenían Curuzú Cuatiá
y Yapeyú por el área sudeste de la actual provincia de
Corrientes, que don Juan de San Martín había poblado para la
jurisdicción misionera, Belgrano decretó su solución.
Mientras las Misiones caían en un irremediable proceso de
decadencia y sus tierras lentamente se iban deshabitando,
Corrientes expandía sus fronteras interiores, alentado por el
valor que los productos ganaderos iban adquiriendo por la
demanda de charque y cueros tanto en regiones aledañas al Plata
como el norte del Brasil y el Caribe. En ese proceso expansivo
el gobierno fue otorgando tierras a ganaderos que ocuparon entre
1770 y 1800 casi todo el sur de la actual provincia correntina.
Como consecuencia de esa ocupación espacial, se erigió el
pequeño poblado de Nuestra Señora del Pilar de Curuzú Cuatiá
en 1797, bajo la acción de dos vecinos del lugar, don José
Zambrana y Tomás del Castillo. Avalada esa fundación por el
gobierno de Corrientes, no fue autorizada por el virrey Avilés
quien, en 1800 consideró que esa región pertenecía a
Misiones, ordenando que esa aldea formara parte del partido de
Yapeyú. Así quedaba ese pago (que hoy corresponde a los
departamentos de Mercedes y Curuzú Cuatiá) y la pequeña aldea
bajo jurisdicción misionera, pero con población enteramente
correntina. La solución salomónica brindada por Belgrano fue
la de fijar una línea entre Curuzú Cuatiá y Yapeyú. A ésta
última le otorgó el territorio tradicional hasta el Miriñay y
el pago de la Capilla de la Merced, donde el elemento indígena
era dominante. Al nuevo pueblo de Curuzú Cuatiá le asignó una
jurisdicción que llegaba hasta el arroyo Mocoretá. Es decir
que otorgó para Corrientes, gran parte de la región que fuera
ocupada por los guaraní-misioneros en las épocas de San Martín.
A Mandisoví le dió también una amplia jurisdicción desde el
Mocoretá al sur, hasta la actual ciudad de Concordia, pero
dependiente del cabildo de Yapeyú. La Providencia con que
Belgrano legalizó la existencia de Curuzú Cuatiá y Mandisoví
como pueblos es elocuente. Dice allí: “He venido en quitar
todos los obstáculos que se oponían a la formación,
adelantamiento y progreso de estos pueblos (...) y en particular
decidir la question de que estos terrenos por corresponder a los
indios de Yapeyú no debían poblarse respecto a que hoy todos
somos uno (...) pero por otra parte los insinuados indios, ni
estan en estado ni pueden poblarlos, siendo a la verdad un punto
que merece toda la atención para el comercio, por ser el centro
de los terrenos que median desde Corrientes en el Paraná hasta
el Uruguay...”. No caben dudas, finalmente, que el prócer
concretó una fundación formal y brindó jurisdicciones a dos
pueblos que ya existian previamente. A partir de entonces
terminaron los conflictos jurisdiccionales entre Misiones y
Corrientes por la región sudeste de esa actual provincia. Con
el tiempo el gobierno correntino, ante el caos reinante en
Misiones ampliará esa jurisdicción hasta concretar los
actuales límites.
La
incorporación de Candelaria al Paraguay
Por la decisión del Triunvirato, de septiembre de 1810, la
nueva provincia de Misiones jurídicamente nacía con todo el
territorio que hasta entonces integraba el Gobierno político y
militar de Misiones, o sea que la conformaban los cuatro
departamentos al oeste del río Uruguay: Yapeyú, Concepción,
Candelaria y Santiago. A pesar de ello, la Junta revolucionaria
del Paraguay que había expulsado a Velazco del gobierno,
entendiendo que el departamento de Santiago formaba parte de su
territorio, resolvió nombrar al Comandante Blás José Rojas
como Subdelegado en ese distrito, con jurisdicción sobre el
pueblo de su nombre, y los de Itapúa, Jesús y Trinidad. Al
mismo momento, se designó un funcionario de igual jerarquía
para el departamento de Candelaria, don Bartolomé Coronil.
Paraguay, al momento de independizarse consideraba como límites
a los que habían sido acordados en la Real Cédula de 1805, es
decir el divorcio de las aguas en la actual provincia de
Misiones, y no el Paraná, como pretendía el gobierno
rioplatense. Quedaba por lo tanto el departamento Candelaria
como área de conflicto jurisdiccional por definir entre las
administraciones de Asunción y Buenos Aires. La necesidad de
coordinar su acción pública con prontitud llevó a ambos
gobiernos a pactar inmediatamente los límites entre uno y otro
estado. Para ello nuevamente fue designado Manuel Belgrano en
misión diplomática al Paraguay. Como resultado de la reunión,
se firmó el ya relatado acuerdo del 12 de octubre de 1811, de
Amistad y Límites entre Buenos Aires y Asunción, documento
que, como comenta Cambas, “señaló el primer acto de disolución
política del antiguo Virreinato que hasta entonces formaba una
comunidad”. La convención significaba para el Paraguay la
consagración de su anhelo de independencia económica,
territorial y política de Buenos Aires, pues los tres puntos
capitales del tratado fueron: descentralización de la renta;
demarcación de límites; establecimiento de una federación. El
artículo 4º del tratado, referido a los límites entre ambos
estados, en su última parte consideraba que, “...deben quedar
también por ahora los límites de esta Provincia del Paraguay
en la forma en que actualmente se hallan, encargándose
consiguientemente su Govierno de custodiar el Departamento de
Candelaria...” Si bien el término custodia utilizado en el
resultado final del tratado envolvía subrepticiamente el de
dominio, “...hasta que un futuro congreso decida sobre el
particular...”, la decisión de Belgrano no fue más que un
reconocimiento tácito de los verdaderos límites de la
Intendencia del Paraguay. Pero por otra parte significó el
punto de partida de un pleito jurisdiccional entre ambos estados
que duró hasta la Guerra de la Triple Alianza, en la cual la
Argentina concretó su soberanía. A partir de 1811, el gobierno
paraguayo impuso un dominio militar en Candelaria que lo amplió
hasta las márgenes del Uruguay, el departamento de Concepción.
Pero no formalizó, por lo menos durante dos décadas, ningún
plan de ocupación efectiva de ese espacio. Además, al no
poseer límites efectivos el territorio dominado, los graves
problemas que se suscitará con posterioridad a 1820 van a
plantearse dentro de un área que abarcaba desde el río Aguapey
al norte. Es decir, una región bastante más amplia que la que
en realidad poseía el distrito Candelaria en la época
colonial. En síntesis, con el tratado suscripto por Belgrano,
Paraguay se adjudicaba –en forma interina– la propiedad de
los pueblos de la zona Paraná-Tebicuarí y la posesión para su
custodia del departamento Candelaria, donde se levantaban además
de aquel, los pueblos de Santa Ana, Loreto, San Ignacio Miní,
Corpus, Jesús y Trinidad, que habían concurrido con sus
representantes al Congreso del 8 de julio de 1810 prestando
adhesión a la causa de Buenos Aires. En la práctica, el
dominio territorial fue ejercido también sobre el departamento
de Concepción, del que no se había hecho mención en el
acuerdo. Ni la objeción del Triunvirato al acuerdo suscripto en
el aspecto territorial, ni el envío del diplomático Nicolás
de Herrera en 1812 lograron cambiar la postura paraguaya. El
gobierno de Corrientes intentó en noviembre de 1813 poblar
“...con hombres honestos y trabajadores el departamento de
Candelaria...”, sobre la base de un decreto del Director
Supremo Gervasio Antonio de Posadas que incorporaba el
territorio misionero a esa provincia. Pero, tanto el decreto de
Posadas, como el proyecto correntino, no pasaron de meras
intenciones. Andrés Artigas, pocos meses después, en
septiembre de 1815 recuperaría militarmente el disputado
territorio.
Las
misiones paraguayas y portuguesas
Las medidas belgranianas de liberación del régimen de
comunidad afectó sólo a los pueblos integrados en el
territorio argentino, debido al fraccionamiento territorial con
el Paraguay y, anteriormente, con Rio Grande do Sul. Los pueblos
que permanecieron bajo dominio paraguayo y portugués
continuaron con la vieja estructura comunitaria, tutelados por
administradores y mayordomos blancos. Las comunidades guaraníes
del Paraguay dejaron de perder población por la estricta
restricción a la libertad de radicación, impuesta por Francia
para todos los pueblos paraguayos. Dejaron de ser comunes, a
partir de entonces, las deserciones propias del período previo
a 1810. Los mayordomos que quedaron a cargo de los pueblos
fueron muy controlados por el dictador, evitándose
irregularidades en sus desempeños. Recién en 1848, bajo la
dictadura de Carlos Antonio López se estatizaron todos los
bienes comunitarios, muebles, inmuebles y semovientes. Un
sistema de arrendamiento permitió trabajar tierras particulares
a guaraníes y blancos. Los naturales fueron despojados de sus
bienes comunitarios sin indemnización alguna. Se los autorizó
en 1848 a adoptar nombres y apellidos españoles. La mayoría de
ellos hicieron uso de esta autorización, desapareciendo a
partir de allí la onomástica tribal. Con ello también se
perdió el rastro de la población guaraní que se mestizara
desde entonces con el elemento criollo. Previo al decreto de López
de 1848, de liberación del régimen comunitario, el Dr. Francia
intentó repetidas veces pactar con los numerosos grupos indígenas
que habitaban el país. Intentaba convertirlos en ciudadanos útiles
para la República y frenar sus permanentes rebeldías, sobre
todo de los grupos del norte del país. Una serie de tratados
con los principales caciques, se fueron sucediendo durante su
gobierno. Pero estos convenios se realizaron con grupos como los
mbayás o guayaquíes, los más rebeldes. La situación de los
guaraníes de las misiones del Paraguay era diferente.
Concentrados en la region sudeste del país, siguieron viviendo
en forma paupérrima bajo la atenta mirada de mayordomos en los
pueblos, pero casi descuidados desde el gobierno central. Hasta
hubo ciertas medidas discriminatorias hacia ellos. Itapúa, por
ejemplo, punto principal del comercio exterior paraguayo en la
época en que Buenos Aires vedó a este país la utilización
del Paraná, fue ocupada desde la década de 1820 por población
blanca, compuesta principalmente por comerciantes. La población
aborigen, arbitrariamente fue obligada a trasladarse a una nueva
población que el gobierno fundó para albergarlos: Carmen del
Paraná. Los pueblos de las misiones orientales, bajo dominio
portugués, en tanto, corrieron la misma suerte que sus hermanos
de sangre del lado argentino. Por las guerras entre Andresito y
Chagas Santos se destruyeron los pueblos y se llegó casi al
exterminio total de sus habitantes. Un informe del comandante de
aquellos pueblos en 1822, Antonio José da Silva Paulet es
elocuente al respecto. Indica allí que las localidades “se
hallan compuestas de unos pocos viejos, algunas mujeres y
bastantes niños (...) estos desgraciados entes no pueden
bastarse por sí mismos para su sustento y vestuario (...) viven
incomodando con robos a los particulares y a sus estancias, o
mueren de necesidad... cuando están al servicio de algún
particular (...) muy raras veces reciben competentes
salarios”. En cuanto al estado edilicio, el mencionado informe
relata que “...se hallan en el mas lastimoso estado de
ruina...” El único pueblo que se conservaba era el de San
Miguel, cuya Iglesia, de las más hermosas de todo el conjunto
de los pueblos se hallaba casi intacta. Al proceso de disolución
de las comunidades guaraníticas le sucedió un ciclo de ocupación
espacial del área con elementos criollos y mestizos. En este
sentido fueron paralelas las historias de las misiones
orientales con sus pares del otro lado del Uruguay. |