Mbororé,
gloria de los misioneros
y escarmiento de los bandeirantes
En
el año 1530 llegaba a las costas del Brasil, enviado por el
monarca portugués, la expedición de Martín Alfonso de Sousa,
con la manifiesta intención de conquistar y colonizar los
territorios que por efecto del Tratado de Tordesillas le
correspondían a Portugal. En 1534 fue fundada San Vicente e
inmediatamente después, el rey Juan III dividió
administrativamente el territorio ubicado al oriente de la línea
de Tordesillas en quince capitanías de carácter hereditario.
En el año 1549 se creó un gobierno general que se estableció
en San Salvador. Los portugueses introdujeron a los jesuitas en
sus territorios con la finalidad de que catequizaran a los indígenas.
El 22 de enero de 1554 el P. José Anchieta, enviado desde San
Vicente por el P. Manuel Nóbrega, fundó el Colegio San Pablo
de Piratininga, originándose de ese modo la ciudad de San
Pablo. El sitio, en el que se descubrieron algunas escasas
muestras de plata, despertó la imaginación y la codicia de un
gran número de aventureros que se instalaron en la zona. A éstos
se sumaron desertores y náufragos de los más diversos orígenes
étnicos. En ese ambiente, en donde la mujer blanca era escasa,
comenzó a darse el mestizaje étnico. La producción azucarera
y ganadera predominaba sobre el litoral atlántico brasileño,
que a fines del siglo XVI ya estaba totalmente poblado. La mano
de obra negra esclava, que llegaba a las costas del Brasil desde
el África, era la que sustentaba todo ese sistema productivo.
Episodio de la
batalla librado en aguas del río Uruguay, en el paraje
denominado Vuelta de Mbororé. Esta acción bélica está
considerada como la primera batalla naval en territorio
nacional argentino. El encuentro había sido planeado
por los misioneros guaraníes con la finalidad de
detener y derrotar definitivamente a los bandeirantes.
Tras varias horas de combate, la batalla quedó definida
con una victoria guaraní. Luego vino la persecución
implacable de los bandeirantes por los montes y las
serranías de la región. |
A
comienzos del siglo XVII los holandeses se hacen presentes en
tierras del Brasil con la firme decisión de tomar posesión de
ellas. Comenzaron por controlar con acciones de piratería la
navegación sobre la costa del Atlántico, perturbando
seriamente el tráfico de esclavos. Ante la imposibilidad de
importar negros desde el África, el indio, como potencial
esclavo, cae en la mira de los hacendados o fazendeiros
portugueses. Los habitantes de San Pablo, viendo esfumados sus
sueños de hallar fabulosas cantidades de plata, comenzaron a
avanzar hacia el interior desconocido del Brasil en busca de la
plata, el oro y las piedras preciosas que no habían hallado en
la región de Piratininga. En sus entradas cautivaron a los
primeros indios, que fueron vendidos como esclavos a los
hacendados de San Vicente por un muy buen precio. Comenzaron
entonces a organizarse las bandeiras, expediciones para cazar
esclavos. Estaban organizadas y dirigidas como una empresa
comercial por los sectores dirigentes de San Pablo, y sus filas
se integraban con mamelucos (hijos de blanco e india), indios
tupíes y aventureros extranjeros que llegaban a las costas del
Brasil a probar fortuna. En su avance hacia el occidente las
bandeiras cruzaron el nunca precisado límite de Tordesillas,
penetrando violentamente con sus incursiones en territorios de
la corona española. Indirectamente, los bandeirantes paulistas
se convirtieron en la vanguardia de la expansión territorial
portuguesa hacia los territorios hispánicos. En su constante búsqueda
de indígenas, los bandeirantes llegaron a la zona oriental del
Guayrá, en momentos en que los Padres de la Compañía de Jesús
se hallaban en plena tarea de catequización de los guaraníes.
En un primer momento respetaron a los indios reducidos en
pueblos por los jesuitas y no los cautivaban. Pero los miles de
guaraníes, concentrados en pueblos, mansos y diestros en
diversos oficios, eran una tentación en la perspectiva de los
bandeirantes, más aún cuando se hallaban indefensos,
desarmados y desprotegidos militarmente. Entre los años 1628 y
1631 los bandeirantes Raposo Tavares, Manuel Preto y Antonio
Pires, con sus huestes, azotaron periódicamente las reducciones
del Guayrá, cautivando miles de guaraníes que luego eran
subastados en San Pablo. En la entrada de los años 1628-1629
los paulistas habían cautivado 5.000 indios de las reducciones,
pero únicamente 1.500 llegaron a San Pablo, el resto había
perecido en el trayecto víctima de la brutalidad de los
esclavistas, los que simplemente ejecutaban a quienes no estaban
en condiciones físicas de continuar la marcha. En el año 1632
el Guayrá era un territorio desierto con pueblos destruidos y
abandonados. Burlados por los 12.000 guaraníes que marcharon
hacia el sur en busca de refugio, los bandeirantes continuaron
hacia el occidente asolando las reducciones del Itatín en el año
1632. Luego siguió el Tapé, invadido durante los años 1636,
1637 y 1638 por sucesivas bandeiras dirigidas por Raposo
Tavares, Andrés Fernández y Fernando Dias Pais.
Armas
de fuego para los guaraníes
Traslados forzados de pueblos completos, miles
de muertos y desaparecidos, familias destruidas, huérfanos,
viudas, tullidos, hambruna, eran algunos de los rastros que
dejaban las incursiones bandeirantes. En los sobrevivientes,
asentados entre los ríos Paraná y Uruguay, el deseo de tomarse
venganza por los atropellos sufridos se acrecentaba. ¿Pero cómo?
¿Podían acaso hacer frente los guaraníes con sus arcos y
flechas a las armas de fuego de los bandeirantes? El Guayrá se
había perdido, el Itatín y el Tapé también. ¿Se perderían
del mismo modo los pueblos del Paraná y los occidentales del
Uruguay? Para los Padres jesuitas y los principales caciques de
los pueblos la única opción era presentar batalla a los
bandeirantes. Para ello, previamente habría que poner armas de
fuego en manos de los guaraníes, algo que parecía muy temeroso
y de mucho riesgo para las autoridades coloniales hispánicas.
En el año 1638 los Padres Antonio Ruiz de Montoya y Francisco Díaz
Taño viajaron a España con el objetivo de dar cuenta al rey
Felipe IV de los dramáticos sucesos que se vivían en las
misiones. Dice al respecto el P. Ruiz de Montoya: “Lo primero
que le dije (a su Majestad) fue cómo los Portugueses y
Holandeses le querían quitar la mejor pieza de su Real corona,
que era el Perú, sobre que desde esas regiones había dado
voces en estas partes, y por ser tanta la distancia, no había
sido oído, que tres cartas mías había en el Consejo que había
avisado, pero no se trataba de remedios hasta que el deseo de
haberle, me había obligado a caminar tantas leguas; y con un báculo
en la mano, muriéndome, como Su Majestad veía, había venido a
sus reales pies a pedir remedio de males tan graves como prometía
la perfidia de los rebeldes, que ya por San Pablo acometían al
cerro de Potosí; cuya cercanía, agravios, muertes de indios,
quemas de iglesias, heridas de sacerdotes, esclavitud de hombres
libres, daban voces. Y por que a las mías diese crédito, había
hecho dos memoriales impresos, que si Su Majestad se servía por
ellos los ojos, se lastimaría su Real corazón, y movería el
amor de sus vasallos al remedio”. El P. Ruiz de Montoya realizó
un total de doce peticiones al rey Felipe IV. Se referían a la
necesidad de proteger a los indígenas y tomar las medidas que
hicieran falta para penalizar a aquellos que los esclavizaban.
Recordemos que en aquel momento las coronas de Portugal y España
estaban unificadas en la figura del rey español. Las
recomendaciones del P. Montoya fueron aceptadas por el Rey y el
Consejo de Indias, expidiéndose varias Cédulas Reales, despachándoselas
a América para su cumplimiento. Sin embargo no hubo una
resolución respecto a la petición de suministrar a los guaraníes
armas de fuego para su defensa. El P. Montoya prosiguió las
gestiones sin desalentarse, hasta que el 21 de mayo de l640 se
emitió la Real Cédula por la que se permitía que los guaraníes
tomaran armas de fuego para su defensa, pero siempre que así lo
dispusiera previamente el Virrey del Perú. Por este motivo el
P. Montoya partió de España hacia Lima, con la finalidad de
continuar allí las gestiones referidas a la provisión de
armas. Quizá nadie como el P. Montoya haya percibido con tanta
claridad las implicancias trágicas que tendría una entrada
bandeirante hacia el occidente del río Uruguay. La pérdida de
las misiones paranaenses y uruguayenses dejaría expuestas a los
portugueses las ciudades de Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes,
Asunción, y con ello, los territorios coloniales hasta el Perú.
De hecho, las misiones del Orinoco, Moxos, Chiquitos y Guaraníes
formaban en la geografía sudamericana un gigantesco arco que
actuaba como barrera ante el avance territorial portugués hacia
el occidente.
La
prueba de Apóstoles de Caazapaguazú
A finales de diciembre de 1638 el Padre Diego de
Alfaro cruzó a la banda oriental del río Uruguay con un buen número
de indios armados y adiestrados militarmente, con la intención
de recuperar indígenas y eventualmente enfrentar a los
bandeirantes que merodeaban por la región. Los Padres jesuitas
no esperaron el resultado de las gestiones del P. Montoya en
España para obtener las armas de fuego. Ante el peligro
inminente de que los bandeirantes cruzaran el río Uruguay, el
Padre Provincial Diego de Boroa, con la anuencia del Gobernador
y de la Real Audiencia de Chiquisaca, decidió que las tropas
misioneras utilizaran armas de fuego y recibieran instrucción
militar. Además, desde Buenos Aires se enviaron once españoles
para organizar militarmente a los guaraníes y dirigirlos en las
acciones bélicas. Estos españoles se incorporaron cuando los
guaraníes ya estaban en plena campaña en la banda oriental del
río Uruguay. Luego de algunos encuentros de resultado indeciso
con los bandeirantes, a las tropas del P. Alfaro se le sumaron
mil quinientos guaraníes que venían dirigidos por el P.
Romero. Se formó entonces un ejército de 4.000 misioneros, a
los que se añadieron los once militares enviados desde Buenos
Aires. Las fuerzas guaraníes llegaron a los campos de la
arrasada reducción de Apóstoles de Caazapaguazú dispuestas a
dar batalla a los bandeirantes paulistas que se hallaban
fortificados tras una empalizada, sitio en el que se habían
refugiado luego de varias derrotas parciales. Los bandeirantes,
viéndose perdidos, se rindieron y pidieron la paz, pero sólo
para ganar tiempo y huir precipitadamente. La conclusión que
obtuvieron los Padres de la Compañía de Jesús resultó inédita
y asombrosa: los guaraníes podían organizarse militarmente y
constituir excelentes milicias, y las bandeiras eran
vulnerables, podían ser enfrentadas y vencidas en un campo de
batalla.
Los
paulistas preparan su venganza
Los bandeirantes, humillados en su soberbia en
los campos de Caazapaguazú, regresaron a San Pablo maquinando
una cruel venganza sobre los guaraníes y jesuitas. Para peor
humillación, a mediados del año 1640 llegó a San Pablo el
Padre Francisco Díaz Taño procedente de Madrid y Roma. Traía
en su poder Cédulas Reales y Bulas pontificias que condenaban
severamente a las bandeiras y al tráfico de indios. La ira se
desató en la Cámara Municipal de San Pablo, la que de común
acuerdo con los principales financistas de las bandeiras, expulsó
a los jesuitas que se hallaban en la ciudad. Se organizó
entonces una temerosa bandeira. Dirigidos por el experimentado
Manuel Pires, se prepararon 450 hombres armados con arcabuces y
2.700 indios tupíes amigos, cargados de arcos y flechas, más
700 canoas y balsas para el transporte. El objetivo era caer
violentamente sobre las reducciones occidentales del Uruguay y
del Paraná y capturar el mayor número posible de indios, con
la finalidad de volver a convertir a las bandeiras en una
empresa redituable.
Los
misioneros se preparan para dar batalla
Dice el Padre Nicolás del Techo: “... el
Uruguay andaba perturbado. Anuncióse que los mamelucos se movían,
y preparaban la guerra contra los neófitos del Paraná y
Uruguay. Tocóse alarma en las reducciones, y se acordó que
juntos los de ambos ríos procurasen rechazar a los invasores y
acabar la contienda con sólo una batalla”. Se constituyó un
ejército de 4.200 guaraníes, armados con arcos y flechas,
hondas y piedras, macanas y garrotes, alfanjes y rodelas, y 300
arcabuces, además de un centenar de balsas armadas con
mosquetes y cubiertas para evitar la flechería y la pedrada de
los tupíes. La instrucción militar de los guaraníes estuvo a
cargo de ex militares que integraban la Compañía de Jesús,
tal el caso de los Hermanos Juan Cárdenas, Antonio Bernal y
Domingo Torres, mientras que la comandancia general de las
fuerzas, por disposición del Padre Provincial Diego de Boroa,
quedó a cargo del Padre Pedro Romero, sacerdote que había
tenido una meritoria actuación en la batalla de Caazapaguazú.
En la organización y dirección de las acciones estaban los
Padres Cristóbal Altamirano, Pedro Mola, Juan de Porras, José
Domenech, Miguel Gómez, Domingo Suárez, mientras que el Padre
Superior, Claudio Ruyer, recuperándose de una dolencia, seguía
los preparativos desde el pueblo de San Nicolás, ubicado en
cercanías de San Javier. Los guaraníes fueron organizados en
compañías dirigidas por capitanes. El capitán general fue un
renombrado cacique del pueblo de Concepción, Don Nicolás Ñeenguirú.
Le seguían en el mando los capitanes Don Ignacio Abiarú,
cacique de la reducción de Nuestra Señora de la Asunción del
Acaraguá, Don Francisco Mbayroba, cacique de la reducción de
San Nicolás, y el cacique Arazay, del pueblo de San Javier. La
reducción de la Asunción del Acaraguá, ubicada sobre la
orilla derecha del río Uruguay, en una loma cercana a la
desembocadura del arroyo Acaraguá, es trasladada y reubicada
por precaución río abajo, cerca de la desembocadura del arroyo
Mbororé en el río Uruguay. De ese modo la reducción quedó
convertida en centro de operaciones y en el cuartel general del
ejército guaraní misionero. Simultáneamente se establecieron
varios puestos de guardia con espías en diversos sitios sobre
la orilla derecha del río Uruguay, hasta los saltos del Moconá.
La principal guardia quedó establecida en el sitio de la
abandonada reducción del Acaraguá, a cargo del P. Mola con un
grupo de indios armados.
El
avance de la bandeira
Las fuerzas bandeirantes comandadas por Manuel
Pires y Jerónimo Pedrozo de Barros partieron de San Pablo en el
mes de septiembre del año 1640. La bandeira cruzó el curso del
río Iguazú y estableció un campamento en las nacientes del río
Apeteribí, un afluente del río Uruguay. En el sitio se
construyeron empalizadas, pensando en los numerosos indios
cautivos que habrían de mantener prisioneros al regreso. Siguió
su marcha la bandeira bordeando el curso del río Apeteribí,
hasta llegar a su desembocadura en el río Uruguay. Allí se
estableció otro campamento y se alzaron más empalizadas,
mientras que los tupíes se abocaron a la tarea de construir
canoas, balsas, arcos y flechas. A partir de este sitio, el río
Uruguay sería la ruta que llevaría a los bandeirantes
directamente a los pueblos misioneros. Al tiempo que el grueso
de la bandeira se alistaba, un grupo explorador dejó el
campamento de la desembocadura del Apeteribí y se trasladó por
el río Uruguay hacia el Acaraguá, con la finalidad de realizar
un reconocimiento. Halló la reducción totalmente abandonada y
decidió fortificar el lugar con empalizadas para acondicionarlo
como cuartel y base de operaciones de las fuerzas bandeirantes.
Ignoraba que hasta algunos días antes de su arribo, en ese
sitio se hallaba el P. Cristóbal Altamirano con 2.000
acantonados, quienes –informados de la proximidad de la fuerza
de observación bandeirante– abandonaron el Acaraguá para
reunirse con el grueso de la tropa en Mbororé.
El
esperado encuentro de Mbororé
Una creciente del río Uruguay ocurrida en el mes de enero de
164l trajo por arrastre un gran número de canoas “...
acabadas de escoplear para balsas y mucha flechería”, según
el relato del P. Superior Claudio Ruyer. Ante la sospecha que la
bandeira estaba aproximándose, el Padre Ruyer envió una fuerza
de 2.000 guaraníes al Acaraguá. Como allí no hallaron a
ninguna fuerza portuguesa procedieron a destruir todo aquello
que pudiera servirles de abastecimiento en caso de que llegaran.
Al mismo tiempo, el P. Ruyer envió a los Padres Cristóbal
Altamirano, Domingo de Salazar, Antonio de Alarcón y al Hermano
Pedro de Sardoni, junto con un buen número de guaraníes, en
una misión exploradora. Dice el relato del P. Superior al
respecto: “... fueron los Padres y por el camino luego
encontraron algunos cuerpos muertos y algunos daban muestras de
haber muerto pocos días antes según estaban de frescos, gran
cantidad de flechas, canoas que se cruzaban rodando y sobre todo
encontraron más de diez o doce balsas hechas de unas cañas de
la tierra que los indios llaman taquaras muy bien hechas y
acabadas. Con esto los Padres discurrieron la cercanía del
enemigo ...”. En el trayecto llegaron hasta la misión
exploradora algunos indios que habían huido de los
bandeirantes. Estos informaron a los Padres acerca de aspectos
tan importantes como el número, posición e intenciones del
enemigo. Con información más certera sobre la situación, se
dispuso el repliegue de los 2.000 guaraníes del Acaraguá hacia
la base de Mbororé. Como ya hemos mencionado, al retirarse las
tropas guaraníes del Acaraguá, una partida portuguesa llegó
hasta el lugar, construyó empalizadas y luego se retiraron para
reunirse con el grueso de la bandeira. Entonces una pequeña
partida misionera se estableció nuevamente en el Acaraguá en
misión de observación y centinela. El día 25 de febrero
llegaron hasta el puesto de observación dos indios fugitivos de
los portugueses. Llevados ante el P. Cristóbal Altamirano, le
informaron con certeza del avance de la bandeira paulista. El P.
Altamirano dispuso que partieran ocho canoas desde el Acaraguá,
río arriba, en reconocimiento. A pocas horas de navegar, cuando
amanecía y el sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte, las
ocho canoas de la avanzada misionera se encuentran frente a
frente con la bandeira que silenciosamente venía bajando con la
corriente del río con sus trescientas canoas y balsas
pertrechadas. Inmediatamente seis canoas con ágiles remeros tupíes
salieron en persecución de los misioneros, quienes comenzaron a
replegarse velozmente hacia el Acaraguá. Al aproximarse al
puesto de avanzada, los guaraníes recibieron refuerzos y las
canoas bandeirantes debieron replegarse al ser atacadas con una
descarga de arcabuces. El grueso de la tropa bandeirante, que no
estaba lejos, según lo relata el P. Ruyer: “... por temor de
alguna celada disparó toda su arcabucería; enarboló sus
banderas; tocó sus cajas y entró por una tabla que hay de río
por allí en forma de guerra”. Repentinamente, un gran
aguacero se desplomó sobre el río y la selva, obligando a
ambos grupos a buscar resguardo. Mientras algunos guaraníes
permanecían en el cuartel del Acaraguá, el P. Altamirano, con
otros indios, descendió hasta el cuartel de Mbororé para
alertar sobre la presencia inmediata del enemigo. Durante la
noche, momento en que el temporal se detuvo, los bandeirantes
prepararon el asalto al puesto del Acaraguá. Al amanecer,
cuando pretendieron ejecutarlo, fueron sorprendidos por los
guaraníes bajo la dirección de Ignacio Abiarú. Doscientos
cincuenta misioneros distribuidos en treinta canoas, enfrentaron
en aguas del río Uruguay a más de cien canoas tripuladas por
bandeirantes, frente al puesto del Acaraguá. Cuando la batalla
naval llevaba ya más de dos horas, “... llegó el P.
Altamirano –narra el P. Ruyer– animando de nuevo a los
indios que alentándose de nuevo dieron sobre el enemigo y le
hicieron huir infamemente más de ocho cuadras, y saltaron a
tierra no queriendo pelear más, aunque le desafiaron e
incitaron muchísimo los nuestros.” El P. Cristóbal
Altamirano comprendió que atacar a la reducida avanzada de los
portugueses en el Acaraguá no sería de gran provecho, ni aun
cuando se obtuviera una victoria. Los misioneros buscaban una
batalla total, en un sitio elegido inteligentemente. Ese sitio
era Mbororé, una zona muy favorable para los misioneros, por
estar establecido allí el cuartel y porque desde el lugar era
posible una rápida comunicación con los pueblos, en caso de
necesidad de suministros o de una eventual retirada. La elección
del sitio de la espera no fue casual, “la vuelta de Mbororé”
es un recodo del río Uruguay, cuyas orillas estaban cubiertas
con una espesa selva en galería. Estar allí era flotar entre
dos murallas vegetales, lo cual obligaría a los bandeirantes a
una batalla frontal. Ante la retirada de las tropas misioneras
hacia Mbororé, los bandeirantes se establecieron el 9 de marzo
en el puesto del Acaraguá con la finalidad de abastecerse de
comida y organizarse para el ataque a los pueblos. La situación
se les tornó crítica, pues los guaraníes antes de retirarse
habían destruido todo lo que les hubiese servido, incluyendo
los cultivos que existían en las chacras de los alrededores. En
el Mbororé durante los días 9 y 10 de marzo los Padres y los
capitanes guaraníes se dedicaron a preparar a la fuerza de
cuatro mil doscientos indios para la batalla final. Mientras que
los Padres se dedicaron día y noche a confesar a todos los
soldados, los Hermanos y capitanes caciques planificaban el
ataque. El 11 de marzo los bandeirantes decidieron abandonar el
Acaraguá y bajar hacia Mbororé. Probablemente intuían el
peligro que les acechaba y se encontraban presa del miedo en una
zona que no conocían bien, tan lejana de San Pablo. En dos
oportunidades avanzaron por más de una legua por el río, para
volver nuevamente al Acaraguá, por temor a una emboscada.
Finalmente las 300 canoas y balsas avanzaron lentamente, dejándose
llevar por la corriente del río. Sesenta canoas con cincuenta y
siete arcabuces y mosquetes, comandadas por el capitán Ignacio
Abiarú, los esperaban en el río, en Mbororé. En tierra, miles
de indios se habían apostado con arcabuces, arcos y flechas,
hondas, alfanjes, garrotes. A las dos de la tarde, dice el P.
Ruyer, “...comenzó a descubrirse por una punta del río la
armada enemiga, que venía ostentando su poder y
arrogancia...”. Inmediatamente las canoas guaraníes se
pusieron en formación de guerra. En medio del río Uruguay
chocaron violentamente canoas y balsas, bajo una lluvia de
flechas, piedras y tiros de arcabuces y mosquetes. Desde las
empalizadas emplazadas en la orilla se disparaba también sobre
el enemigo, en un juego de doble ataque, fluvial y terrestre. El
resultado de la batalla prontamente fue favoreciendo a los
guaraníes. Algunos portugueses arrimaban sus canoas a la costa
y huían a la selva, otros arrojaban sus armas al río para que
no cayeran en manos de los guaraníes y, tomando los remos, se
apresuraban a retroceder. Una partida bandeirante dirigida por
el Capitán Pedrozo bajó a tierra con el objetivo de atacar las
empalizadas guaraníes, siendo repelido exitosamente. Con las últimas
luces del día los bandeirantes retroceden en desorden, por el río
y por la costa, hasta llegar en la noche a una chacra que había
pertenecido a la reducción del Acaraguá, ubicada sobre la
orilla derecha del Uruguay. Allí, en una loma, durante toda la
noche se dedicaron a levantar empalizadas. Al amanecer del día
siguiente, el 12 de marzo, los guaraníes se presentan ante la
improvisada fortificación de los portugueses y los incitan a
presentar batalla, pero éstos no salen. Luego de algunas horas
de espera el jefe bandeirante, Manuel Pires, envió una carta a
los Padres jesuitas. Solicitaba el cese de las hostilidades y
pedía el diálogo, asegurando que venían en son de paz, únicamente
a buscar noticias sobre algunos portugueses desaparecidos. La
carta fue leída por los Padres y rota delante de las tropas
guaraníes, determinándose en el acto el asalto a la empalizada
bandeirante. Durante los días 12, 13, 14 y 15 de marzo los
misioneros bombardearon continuamente la fortificación con cañones,
arcabuces y mosquetes, tanto desde posiciones terrestres como
fluviales, sin arriesgar un ataque directo. Sabían que los
bandeirantes no tenían alimentos ni agua y que estaban
totalmente aislados en su empalizada. Además, continuamente
durante aquellos días, se producían deserciones de tupíes de
las filas bandeirantes, los que se incorporaban a las fuerzas
misioneras y suministraban información sobre la situación del
enemigo. El día 16, a las once de la mañana, los portugueses
mandaron en un pequeño bote con una banderita blanca otra carta
pidiendo el cese del fuego y ofreciendo una rendición. Ésta
también fue rota por los guaraníes. En un acto de desesperación
los bandeirantes se lanzaron en sus canoas y balsas al río bajo
una lluvia de municiones, flechas y piedras, dispuestos a
remontarlo hasta las empalizadas del Acaraguá. La operación
resultó un desastre, pues río arriba, en la desembocadura del
Tabay, dos mil guaraníes los esperaban fortificados para
impedirles la fuga. Cuando los bandeirantes llegaron al lugar
comprendieron que se hallaban acorralados. Entonces mandan una
tercera carta, flotando en una pequeña calabaza, la que los
indios dejan pasar con la corriente del río sin recogerla.
Comenzaron a surgir entonces, entre las huestes bandeirantes,
las primeras disensiones respecto a lo que había que hacer. Las
deserciones aumentaban, y el miedo y la desesperación ante el
hecho inevitable de caer en manos de los guaraníes terminaron
por quebrar la relativa cohesión que hasta aquél momento había
mantenido la fuerza. Sin posibilidades de organizarse para
presentar batalla, optaron por retroceder hasta el Acaraguá,
ganar la costa derecha del río e internarse en el monte. Comenzó
allí una cruel persecución por la selva. Los portugueses
trataban de llegar hasta los saltos del Moconá, para desde allí
alcanzar el campamento que habían dejado en la desembocadura
del Apeteribí. Los misioneros no les dieron tregua en todo el
trayecto. Miles murieron en el monte en manos de los guaraníes,
y víctimas del hambre y de las fieras. La victoria había sido
absoluta y aplastante. La derrota, para los bandeirantes, terrorífica.
Finalizada la batalla, los misioneros rezaron una misa y un
solemne Te Deum. La batalla de Mbororé cerraba un ciclo de la
historia misionera y abría otro, el de la consolidación
territorial de las misiones jesuíticas. |