Vivir
en una reducción
¿Cómo
era la vida cotidiana en una reducción?
Los detractores de las reducciones jesuíticas hablaban de un régimen
de sometimiento terrible aplicado sobre el indígena, en donde
éste quedaba aniquilado como individuo. Un lugar en dónde, según
lo relata en su Memoria el Teniente de Gobernador del
Departamento de Concepción, Don Gonzalo de Doblas, hasta las
relaciones maritales estaban reguladas por un toque de las cajas
a una hora determinada de la noche. Una sociedad minuciosamente
regulada, donde no existía la más mínima posibilidad para un
acto de iniciativa individual. La comunidad absorbía y devoraba
toda la realidad ¿Habrá sido de ese modo en verdad?
Ningún hecho demuestra que los guaraníes hayan vivido en una
situación de infelicidad. Amaban a sus reducciones y se sentían
orgullosos de ellas. Puede resultar demasiado simplista, pero la
preocupación constante de los curas de las reducciones era que
los guaraníes vivieran en felicidad y en paz. Una felicidad y
una paz no teórica ni producto de la especulación intelectual,
sino muy terrenal y concreta, y por ello quizás muy celestial
al mismo tiempo, muy dadivosa en Paz. Que no falte el alimento,
que no falte el techo, que el fruto del trabajo sea visible, que
no falte el bienestar, que el espíritu sea reconfortado en la
fe cotidiana ¿No estaban acaso concretados en las reducciones
derechos por los que gran parte de la humanidad aún hoy lucha?
La
población en las reducciones
Hasta la década de 1650 el número de
habitantes de las reducciones fue muy inestable. Varios fueron
los factores que perturbaron un normal crecimiento poblacional.
Las invasiones bandeirantes fue sin duda el factor que más
negativamente influyó. No solo por el gran número de indios
cautivados en los pueblos del Guayrá, del Itatín y del Tape,
sino también por las deserciones de los pueblos que se
generaban ante el pánico de caer en manos de los bandeirantes.
Los éxodos emprendidos por los guaraníes cobraban gran número
de vidas. Tan sólo en el éxodo del Guayrá habían muerto en
el trayecto unos 8.000 indígenas, víctimas del hambre y la
agreste geografía. Las consecuencias negativas para el
crecimiento poblacional continuaron luego, con los asentamientos
transitorios, donde faltó el necesario alimento y las pestes
asolaron a los pobladores.
Recién con la desaparición del azote bandeirante, luego de la
victoria de Mbororé, cuando los pueblos hallan seguridad y
estabilidad, comenzó un crecimiento sostenido de la población
que fue incrementándose en una forma realmente asombrosa. Este
crecimiento fue interrumpido durante el siglo XVII únicamente
en cuatro oportunidades. La primera durante el período
1641-1643, la segunda entre los años 1653 y 1654, la tercera en
el año 1661, y la cuarta en el año 1695. Las causas fueron las
epidemias, principalmente la de sarampión, afección que para
los guaraníes era mortal. En Santo Tomé, por ejemplo, luego de
la epidemia del año 166l de 4.000 habitantes habían quedado únicamente
93l. En el año 1695 la epidemia de sarampión se complicó con
casos de disentería, muriendo, por ejemplo, en Candelaria 600
indios, en San Carlos 2.000, mientras que Loreto perdía más de
un tercio de su población.
Los 28.7l4 habitantes que tenían los pueblos en el año 1647,
se elevaron en el año 1700 a la cantidad de 86.173 pobladores.
Se trató de un crecimiento vegetativo de la propia población
de las reducciones, ya que las incorporaciones de nuevos grupos
indígenas a la vida reduccional habían sido ínfimas y
excepcionales hasta finalizar el siglo XVII.
El siglo XVIII comenzó con un crecimiento demográfico
sostenido, interrumpido en el año 1718 por una nueva epidemia.
Luego la población continuó aumentando, hasta que en el año
1732 llegó a la cifra de 141.182 habitantes. Un pico de población
que nunca más se alcanzaría. Luego del año 1732 comenzó un
descenso de la población que continuó hasta el año 1740,
momento en que se redujo a 73.910 habitantes. En esta
oportunidad a una epidemia desatada en el año 1733, que produjo
la muerte de 18.770 personas en los pueblos, se sumó el bajo
nivel de productividad. En 1732 un total de 6.000 indígenas
fueron reclutados como soldados, ante el movimiento de los
Comuneros del Paraguay. Los mismos luego fueron a auxiliar al
Gobernador de Buenos Aires en la lucha contra los portugueses.
La movilización de dicha tropa, quitó a los pueblos misioneros
su mejor fuerza de trabajo productivo, lo que produjo un
desastre en las actividades agropecuarias. Pero prontamente
comienza la recuperación y en el año 1755 la población
ascendió a los 104.483 habitantes. Sin embargo un nuevo hecho
vino a repercutir negativamente en el crecimiento poblacional.
En el año 1750 se firmó el Tratado de Permuta, el cual
obligaba a los misioneros a abandonar los siete pueblos
orientales del Uruguay. La inestabilidad, la guerra, el traslado
de la población y la crisis productiva generada, hicieron que
en el año 1765 la población descendiera a 85.266 habitantes.
La recuperación no se hizo esperar y en 1767 la población
volvió a crecer, llegando a los 88.796 pobladores al momento de
producirse la expulsión de los jesuitas.
La
vida familiar
La incorporación del guaraní a un régimen de
familia monogámica, definida por la vivienda unifamiliar,
constituyó uno de los cambios más profundos operados en las
reducciones.
La formación de la familia se producía a una edad muy
temprana. Generalmente cuando la mujer contaba con 14 años y el
varón con 15 o 16, emprendían el camino del matrimonio y la
vida familiar. Era costumbre que la mujer eligiera al varón, e
hiciera conocer el deseo no al pretendido, sino a sus padres o
al Cura. Éstos comunicaban la noticia al muchacho, el cual
habitualmente aceptaba. En una ceremonia religiosa pública
celebrada en un determinado tiempo, contraían matrimonio todas
las parejas que se habían formado en el pueblo. Luego de
casados, el matrimonio iba a la vivienda que la comunidad le
entregaba y la ceremonia se completaba cuando la esposa traía
agua al hogar en un cántaro y el marido la leña para el fogón.
Los hijos, que raramente superaban los dos por matrimonio, desde
la edad de 4 o 5 años pasaban a depender en su educación de la
comunidad. Separados en grupos por sexo, vigilados y dirigidos
por alcaldes, recibían la instrucción religiosa, aprendían a
leer y escribir y trabajaban en tareas acordes a su edad,
teniendo además un tiempo para el esparcimiento. De ese modo
pasaban el día, para volver por la noche con sus padres.
Una
indumentaria adaptada al clima
Una de las características de la vestimenta en
las reducciones era la uniformidad. Todos vestían igual, la
misma ropa de la misma tela. En su vida cotidiana las mujeres
usaban la prenda llamada tipoy, un largo camisón enterizo sin
mangas que llegaba más abajo de las rodillas, de hilo de algodón
en verano y de hilo de lana de oveja en invierno, teñido de
colores a gusto de la usuaria. El hombre usaba comunmente
pantalones, camisa y sombrero. El P. Cardiel en su Carta Relación
dice: “Usan camisa, calzoncillos de lienzo de algodón, jubón
de lana, montera o sombrero, o birrete o gorro, polainas y en
lugar de capa camiseta que los españoles, que también los más
la usan, llaman poncho, y es de algodón o de lana de varios
colores; y es a manera de una casulla sacerdotal que fuese tan
ancha por los hombros como por las faldas. Las mujeres llevan
una camisa desde el cuello hasta cerca de los pies, y un ropón
algo más largo, de algodón o lana, que llaman tipoy, al modo
que pintan a la Virgen de Loreto.”
El calzado prácticamente no existía en las reducciones. Aunque
los jesuitas intentaron imponer el uso de zapatos, los indios se
resistían a usarlos, prefiriendo andar descalzos, aun cuando
realizaban los trabajos en el campo. Unicamente los usaban en
situaciones excepcionales, como algún acto público o desfile
festivo.
La vestimenta del Padre jesuita en cambio era muy particular,
dice el P. Antonio Sepp al respecto: “Nuestro atuendo es como
sigue: los zapatos son de cuero, pero no se atan con correas o
hebillas, sino con un botón de cuero, tampoco tienen tacos o
cintas, sino sólo una suela lisa y ningún adorno. Las medias
no son de fustán o lienzo, tampoco son tejidas, sino sólo de
cuero negro de oveja, como los zapatos. El levitón o hábito
religioso es negro y casi como el que solemos usar en Alemania,
pero se sierra delante, de modo que no es cruzado, sino que
tiene una costura hasta el suelo, tal cual se cree devotamente
que Cristo Nuestro Señor ha usado su hábito. Además nuestro hábito
no tiene forro ni tampoco bolsillos adelante, ni abajo en el
ruedo hilvanado para dobladillar. Y a menudo no es de lana
cardada, sino sólo de lienzo negro. El gabán, que llamamos
bata, no es negro, sino marrón como madera lustrada, tiene
mangas largas, que cuelgan hasta el suelo. Éste no lo usamos a
caballo, sino solamente en casa y en la iglesia, como en
Alemania. Los novicios no están vestidos de negro, sino
totalmente de castaño, como Cristo Nuestro Señor; tienen un
cinturón o cingulum de cuero. No usamos el rosario en el cinturón,
sino siempre pendiendo del cuello,... La camisa es igual a
nuestras camisas alemanas, solo que muchos padres no la usan de
lienzo, sino de algodón, pero bien terminado. Sobre la cabeza
no tenemos un solideo, como en mi provincia, sino birretes, que
son bien altos y bien puntiagudos, semejantes a los que usan los
sumos sacerdotes japoneses en las comedias. No usamos el cabello
largo, sino la cabeza afeitada al ras, no nos dejamos crecer la
barba, por lo cual el barbero desempeña sus funciones cada ocho
días. (...) Nuestra corona sacerdotal es un poco más grande.
Ésta me la hace, porque yo no puedo ayudarle, un niñito indio
a quién le he cortado la forma de papel en círculo, pues de
otro modo me colocaría una corona triangular o aun cuadrada.”
La
alimentación de los pobladores
Los productos alimenticios vegetales eran
obtenidos por el indígena de su lote agrícola del abambaé y
si por alguna razón lo que había producido no satisfacía la
demanda alimenticia del grupo familiar, los productos les eran
suministrados por la comunidad. Los principales productos
vegetales consumidos eran la mandioca, que era procesada de
diversas formas, el maíz, una gran variedad de porotos, la
batata, zapallos, y frutos silvestres del monte.
La carne vacuna, un componente apetecido en la dieta de los
guaraníes, era distribuida comunitariamente bajo racionamiento
a cada familia en forma diaria. Para ello se traía de las
estancias el ganado necesario, el cual era encerrado en corrales
en la cercanía del pueblo.
En los pueblos también se criaban para el consumo cerdos,
gallinas y cabras, aunque no eran muy gustados por los indios en
su alimentación, sí en cambio por los Padres jesuitas.
Las casas indígenas no poseían cocinas, los alimentos eran
cocidos en fogones que eran encendidos en el interior o en las
galerías de las viviendas. El humo y el hollín provocado cumplían
una importante función higiénica, al impedir la proliferación
de insectos dañinos en las grietas de las paredes y en la
techumbre.
Los Padres poseían un gusto más refinado en su dieta. En la
residencia funcionaba una cocina y un salón comedor. Una
huerta, muy bien cuidada, abastecía a los Padres de deliciosas
frutas y verduras, como la lechuga, zanahorias, rabanitos,
perejil, orégano.
No faltaba la provisión de azúcar obtenida de la caña o de la
miel de abeja. Tampoco la sal, aunque los guaraníes no la
apreciaban en su dieta.
El
esparcimiento de los indígenas
¿Existían algún momento que no estuviera regulado o
planificado en las reducciones? Evidentemente sí, esos momentos
estaban en los días domingos y los demás festivos. Luego de
asistir a la obligatoria misa y al rezo del Santo Rosario, los
indígenas podían disponer de algún tiempo para su
esparcimiento. Hacían malabares con sus caballos en la plaza,
otros salían al campo a cazar, se realizaban campeonatos de
destreza en el tiro con el arco y las flechas. No faltaban el
mate compartido, la música, el canto y la danza, especialmente
entre los niños y jóvenes.
La
oración cotidiana
La oración estaba presente en todos los
momentos de la vida reduccional. La misa, al comenzar el día,
antes de empezar el trabajo, era de asistencia obligatoria para
todos, quedando exceptuados únicamente aquellos que estuvieran
seriamente impedidos de trasladarse al templo. El Santo Rosario
era la oración por excelencia en las reducciones. Era rezado
cotidianamente en forma comunitaria al amanecer y al atardecer.
Cada poblador de la reducción llevaba pendiente del cuello un
rosario, el cual era símbolo distintivo de ser cristiano; no
llevarlo era equipararse a un infiel o pagano.
Hacia las afueras del pueblo, a la vera de los caminos que salían
de la reducción, se hallaban erigidas capillas. Allí el
viajero se detenía para orar al partir, pidiendo amparo y
protección para el viaje, y cuando arribaba a la reducción
también se detenía a orar en señal de agradecimiento por el
buen viaje realizado.
En los campos, en los lotes del abambaé y del tupambaé, se
erigían cruces y en algunos casos bellas capillitas, invitando
a la oración y al recogimiento espiritual de los que trabajaban
o cruzaban por aquellos sitios.
La
muerte en las reducciones
La cristianización de los guaraníes en las
reducciones significó la elaboración de un nuevo ritual fúnebre.
El antiguo ritual prehispánico en donde el yapepó y su ajuar
funerario constituían los rasgos sobresalientes y más
significativos, es reemplazado por uno acorde con la concepción
cristiana de la muerte que se impartía.
El cementerio, adyacente al templo, era dividido en cuatro
partes, una correspondiente a los hombres, otra a las mujeres,
otra a los niños y la última a las niñas. Además del
cementerio que se ubicaba en la planta urbana, existían otros
en el campo lejos del pueblo, utilizados para enterrar a los
difuntos en tiempos de pestes.
Cuando fallecía un indígena, su cuerpo desnudo era amortajado
con un lienzo de algodón blanco de 12 metros de largo, de modo
que ninguna parte de su cuerpo quedaba visible. Luego era
colocado en un féretro de uso comunitario que normalmente se
depositaba en la iglesia y servía únicamente para el ritual fúnebre.
Por la mañana, al terminar la misa, o por la tarde, antes o
después del rosario, el difunto en su ataúd, cubierto con un
paño negro, era conducido desde su casa por sus parientes y
amigos hasta el frente del pórtico principal del templo, donde
los músicos esperaban el cortejo. Allí salía el Cura, con
capa negra y la cruz alta en la mano, seguido de los niños
monaguillos. Mientras los músicos ejecutaban con sus
instrumentos los responsos y los llantos y lamentos se hacían
sentir, el cortejo entraba al templo siguiendo al Padre, para
desde allí ingresar por una de las puertas laterales al
cementerio luego de dos o tres paradas para las oraciones. El
cadáver amortajado era sacado del ataúd y puesto en una fosa.
Mientras era cubierto con tierra se cantaban los oficios de
sepultura, al tiempo que algunas indias traían cántaros con
agua y rociaban la tierra que se arrojaba sobre el difunto,
hasta formar un espeso barro. Una cruz y una pequeña lápida
eran colocadas luego en el lugar, recordando el día, mes, año
y nombre del difunto.
Si el que fallecía era un jesuita, el cuerpo no era sepultado
en el cementerio, junto a los indios. Como era costumbre en la
época los religiosos eran inhumados en el interior de las
iglesias, en fosas acondicionadas frente al altar, o en criptas
cuando las tenían los templos.
Medicina
natural Guaraní
La medicina en las reducciones se cimentaba básicamente
en la herboristería proveniente de la tradición cultural de
los guaraníes. El payé o curandero se mantuvo con plena
vigencia en las reducciones y sus conocimientos en hierbas
medicinales eran aprovechados no sólo por los indígenas, sino
también por los propios padres jesuitas.
Los testimonios de la época coinciden en que los indígenas no
padecían muchas enfermedades y que en general eran de una
contextura saludable. Las enfermedades mortales que podían
padecer provenían de los españoles, tal el caso del sarampión
y de la viruela. Contra ellas la medicina natural muy poco podía,
de manera que cuando las epidemias se desataban en los pueblos
provocaban verdaderos estragos.
Los padres jesuitas se preocuparon de conseguir Hermanos
Coadjutores que fueran cirujanos y médicos para que atendiesen
a la población. En los comienzos del siglo XVIII existían dos
en las misiones guaraníes. Éstos se encargaron de instruir y
capacitar en cada pueblo a grupos de indios para que cumplieran
la función de enfermeros.
Después de las dramáticas experiencias vividas con las
epidemias en el siglo XVII, los pueblos comenzaron a organizar
un servicio hospitalario como medio de prevención y de
tratamiento de los afectados. |