Hacia
las fronteras
San
Pablo había sido fundado en 1543, al margen mismo de la línea
demarcatoria de Tordesillas. Ello constituía todo un presagio,
en el marco de las relaciones fronterizas hispano-portuguesas.
Inicialmente, San Pablo fue un punto de partida de la Compañía
de Jesús, durante su primer proyecto de entrada evangelizadora
hacia el corazón de Sudamérica. El devenir histórico
transformó a este poblado en algo muy distinto. San Pablo fue,
ante todo, un fenómeno social muy peculiar, una confluencia de
razas, aspiraciones personales de poder, culturas y, sobre todo,
esclavistas. No se puede negar el valor estratégico de este
asentamiento en la expansión territorial de los portugueses.
Era un punto de contacto con el resto del mundo ultramarino, y a
la vez una punta de lanza orientada agresivamente hacia los
dominios hispánicos. Un componente de esa mixtura social que
constituía San Pablo en el siglo XVII era el bandeirante o
mameluco. En la práctica, un avezado cazador de esclavos en
tierras americanas y a la vez un factor de indudable acción en
la expansión territorial portuguesa hacia el occidente de la línea
de Tordesillas. Los indígenas, agrupados en pueblos, eran una
presa fácil para los bandeirantes. En 1628 los bandeiras
paulistas cruzaron el río Tibajiba e ingresaron de esa manera
en el ámbito territorial de las reducciones guayreñas. En un
primer momento existió un compromiso de cautivar únicamente
indígenas no reducidos. Pero en 1629 fue atacada la reducción
de San Antonio, iniciándose de esa manera la confrontación
directa de los bandeirantes con las reducciones. A San Antonio
le siguieron los otros pueblos. La población indígena,
espantada por las atrocidades cometidas por los bandeirantes, se
replegó hacia el occidente en búsqueda de zonas más seguras y
menos expuestas a los ataques.
Al
culminar el año 1631 solamente San Ignacio y Nuestra Señora de
Loreto permanecían en el Guayrá. Las demás reducciones habían
sido destruidas o directamente abandonadas por sus habitantes. El
padre Antonio Ruiz de Montoya, Superior de las misiones guariñas,
se encontraba frente a una decisión crucial: permanecer en el
Guayrá y resistir a los ataques, o abandonar la región y asumir
el fracaso del proyecto misional guayreño. El pánico en la
población, la ausencia de una organización militar, sumado a la
indiferencia de Asunción, Villa Rica y Ciudad Real frente al
problema, terminaron por condicionar la toma de una decisión,
probablemente no deseada por el padre Montoya: el abandono del
proyecto guayreño y el éxodo de la población en busca de un ámbito
territorial más seguro. El pánico cundió entre los indígenas
ante la proximidad de las bandeiras. Durante varias semanas,
12.000 indígenas se prepararon para el éxodo. Se acondicionaron
700 balsas y las provisiones necesarias para el viaje. Se
embarcaron las alhajas de las iglesias, muebles y enseres. Las
familias juntaron sus pertenencias y desenterraron los huesos de
sus muertos. Los 12.000 indígenas, junto con el padre Antonio
Ruiz de Montoya, se despidieron de su ancestral patria guayreña y
se lanzaron en las balsas al río Paranapanema, navegándolo hasta
llegar al Paraná. Tres días después los bandeirantes caían
sobre los abandonados pueblos de Loreto y San Ignacio. Pero otras
calamidades le sobrevendrían a los guayreños en el largo
trayecto. Las balsas surcaban apacibles las aguas tranquilas del río
Paraná cuando, en un sitio en donde el río se estrecha,
visualizaron una improvisada fortificación. Eran algunos
pobladores encomenderos de Ciudad Real fuertemente armados que
intentaban impedir el paso y al mismo tiempo capturar indios para
sus encomiendas. La caravana se detuvo en la costa y el padre
Montoya se dirigió a la fortificación a conferenciar con los
encomenderos. La postura de éstos era contundente: los indios no
pasarían, e incluso amenazaron de muerte al padre Montoya, quien
logró escabullirse. Para el padre Montoya y los miles de guaraníes
no había posibilidad de retroceder. Ordenaron las balsas en
formación militar, tomaron en mano sus arcos y flechas, y
continuaron desplazándose río abajo dispuestos a luchar por la
libertad. Los encomenderos, al ver el estremecedor espectáculo de
12.000 personas navegando en el río entonando cánticos y
plegarias a viva voz, con la imagen de la venerada Virgen de
Loreto como guía, quedaron atónitos y simplemente dejaron la vía
libre a los guayreños. A los pocos kilómetros se hallaron ante
las cascadas del Guayrá (hoy cubiertas por el lago de Itaipú).
Durante cinco días, los indígenas recorrieron casi veinte leguas
cargando por tierra todo su equipaje. Para aminorar la carga se
lanzaron a las cascadas trescientas balsas con la intención de
recogerlas más abajo, pero todas quedaron destruidas; un hecho
que decepcionó y desalentó a los emigrados. Durante el trayecto
por la selva los misioneros fueron víctimas de indios salvajes,
fieras y alimañas. Salvado el tramo de las cascadas, se
encontraron con que faltaban balsas. A esto se sumó la
incorporación de 2000 guaraníes más que llegaron con el padre
Pedro Espinosa, huyendo del ataque bandeirante a la reducción de
Los Ángeles del Tayaoba. Al tiempo los alimentos comenzaron a
escasear y faltaban también en el lugar árboles adecuados para
construir nuevas balsas. Aun así, se comenzaron a elaborar canoas
y balsas muy precarias. Mientras transcurría el tiempo empezó a
notarse la falta de alimentos. Muchos se internaban en la selva en
búsqueda de comestibles y no volvían más, otros labraban el
suelo y plantaron semillas. Unos cuantos, por sus propios medios,
se lanzaron al río en frágiles embarcaciones, motivo por el cual
un gran número de guaraníes pereció ahogado en las aguas del
Paraná. Las cartas que se habían enviado a las reducciones del
sur antes de la partida pidiendo socorro nunca habían llegado a
destino, de manera que los demás pueblos misioneros ignoraban el
drama que se vivía en el Guayrá. Parte navegando y parte a pie
por la costa, los guayreños llegaron hasta la desembocadura del río
Yabebirí en el Paraná. Llegaron 4000 indios, 7000 habían
perecido en la desesperación del éxodo. Los sobrevivientes,
luego de acampar y reponerse durante algunas semanas en las costas
del Yabebirí, refundaron las reducción de San Ignacio Miní y la
de Nuestra Señora de Loreto. Desaparecidas las reducciones del
Guayrá, los bandeirantes se encaminaron, a fines del año 1637,
hacia las prósperas reducciones del Tapé. En el mes de diciembre
del año 1637 una bandeira comandada por Raposo Tavares cae
violentamente sobre la fronteriza reducción de Jesús María,
destruyéndola totalmente y capturando a sus habitantes. Los que
logran huir junto con los habitantes de la cercana reducción de
San Cristóbal, se repliegan hacia el pueblo de Santa Ana, y todos
a la vez se repliegan más al occidente, hacia la reducción de
Natividad. Esta determinación de abandonar los pueblos más
orientales y establecer la línea de frontera en el río Igay había
sido tomada en una reunión realizada en Santa Ana, de la que
participaron el Superior, padre Antonio Ruiz de Montoya, los curas
de los pueblos y los principales caciques. También se decidió
que los pueblos más expuestos a los ataques debían ser
abandonados y quemados.
Esto provocó el pánico en la población, que emigraba
descontroladamente buscando la protección de la costa occidental
del río Uruguay. El padre Provincial Diego de Boroa, que llegaba
a la región en aquellos momentos, se encontró con grupos de indígenas
que huían despavoridos de sus pueblos. Entonces ordenó el
regreso inmediato de todos y dio a conocer al padre Montoya su
decisión de permanecer en la región y enfrentar a los
bandeirantes. Aún así, varios caciques de las reducciones de
Candelaria y Mártires tomaron la decisión, por propia voluntad,
de abandonar sus pueblos y trasladarse a las reducciones del Paraná.
Otros grupos prefirieron abandonar los pueblos e internarse en las
zonas selváticas. Las incursiones bandeirantes se volvían cada
vez más agresivas, mientras que los habitantes de los pueblos se
hallaban desarmados e indefensos. El padre Provincial Diego de
Boroa comprendió el sentido realista del padre Montoya y decidió
el abandono de todos los pueblos ubicados entre el río Uruguay y
el Igay. El éxodo se realizó en forma planificada y ordenada,
con la finalidad de prevenirse de los desastres que habían
ocurrido durante el éxodo del Guayrá. Algunos grupos se
trasladaron y se establecieron en reducciones que ya estaban
asentadas entre los ríos Paraná y Uruguay. Otros pueblos
organizaron su traslado del siguiente modo: primero partían los
hombres hábiles para el trabajo, quienes cruzaban el Uruguay,
buscaban el sitio para la nueva reducción, labraban la tierra,
construían provisoriamente el pueblo, y luego retornaban a buscar
a los demás habitantes. Otros grupos dispersos de diverso origen
fundaron reducciones totalmente nuevas, como la de los Santos Mártires
del Japón. Para finales del año 1638 todos los pueblos del Tapé
habían sido trasladados y ubicados en el estrecho espacio
comprendido entre los ríos Paraná y Uruguay, en lo que hoy es la
provincia argentina de Misiones. Terminado el éxodo se organizó
una expedición al Tapé, dirigida por los padres Francisco Jiménez,
Felipe Viver, Antonio Bernal, Gaspar Serqueira, Pedro Mola,
Antonio Palermo, Pablo Benavídez, Adriano Formoso y Pedro Romero,
con la finalidad de buscar a aquellos indígenas que se habían
ocultado en los montes durante los ataques bandeirantes.
La
reubicación de los pueblos
El carácter defensivo-ofensivo de la ubicación
espacial y temporal de los asentamientos queda evidenciado, por
ejemplo, por las siguientes palabras del padre Nicolás del Techo:
“..., y por estar cercadas de anchas corrientes fluviátiles,
bosques y barrancos, parecía puesta al abrigo del furor de los
bandidos; además, las reducciones podían defenderse mutuamente
en caso de necesidad.” En tanto que en la carta informe
del Cabildo Eclesiástico de la ciudad de Asunción, fechada el 18
de Abril de 1639, y dirigida al Virrey de Lima, leemos: “... y
es cosa cierta de la defensa y conservación de las reducciones
del Uruguay, pertenecientes al Río de la Plata, depende la
defensa y conservación de las del Paraná y las demás de este
gobierno del Paraguay, que están entre el río Paraná y esta
ciudad.” Y más adelante continúa: “... con sus armas son el
muro y defensa de todas las demás hasta esta ciudad (refiriéndose
a Asunción)”. La distribución geográfica de los
asentamientos, inmediatamente luego de los éxodos del Guairá y
del Tapé, estuvo condicionada por la necesidad de defensa ante
las invasiones bandeirantes. Esto implicaba aglomerarse, limitarse
a la ocupación de un espacio geográfico reducido que permitiese
una mejor asistencia de las reducciones entre sí, todo esto en
desmedro de la posibilidad de ocupar regiones económicamente muy
importantes, como lo eran las ubicadas al suroeste, ocupación que
desde luego implicaría una dispersión espacial de las
reducciones.
Reordenamiento
espacial definitivo
El año 1641 adquiere una singular relevancia en
el aspecto territorial de las misiones. Luego de ser derrotados
los bandeirantes en la batalla de Mbororé, en marzo de 1641, la
región uruguayense comenzó a perder su carácter de frontera
caliente. Se distiende la tensión fronteriza y el concepto de
defensa que justificaba la aglomeración de las reducciones en esa
estrecha franja, entre el Paraná y el Uruguay, comienza a perder
sustento. Por demás el área era en su mayor parte selvática, no
muy propicia para el desarrollo de los pueblos. A partir de 1650
varios pueblos comenzaron a emigrar para ocupar sus solares
definitivos en las cuencas de los ríos Aguapey, Chimiray y Miriñay.
San Carlos y San José abandonan el Alto Paraná, trasladándose a
las nacientes del Aguapey. Asunción del Acaraguá, se trasladó
dando origen a la reducción de La Cruz. San Nicolás y Apóstoles,
desde el norte de San Javier, se trasladaron a las cercanías del
arroyo Chimiray. A partir de ese momento la expansión hacia el
oriente de la actual provincia de Corrientes fue el producto de
las estancias de aquellos pueblos trasladados. Durante el período
1680-1690 las reducciones de San Miguel y San Nicolás se
trasladan hacia el oriente del Uruguay, estableciéndose en sus
sitios definitivos e iniciando la reocupación de los territorios
abandonados en 1638. A los traslados de estos pueblos se sumó un
proceso de creación de “colonias” a partir de la división de
la población de determinados pueblos. De esa manera, con
pobladores de Santo Tomé se fundó San Borja (1690), con
pobladores de Santa María la Mayor se fundó San Juan Bautista
(1697), dividiendo la población de Santa María de Fe se
estableció Santa Rosa (1698), con indígenas de San Carlos se
procedió a la fundación de Trinidad (1706), y con pobladores de
Concepción se fundó Santo Angel Custodio (1707). De este modo,
en las primeras décadas del siglo XVII, la Provincia Jesuítica
del Paraguay definía su área territorial y se consolidaba como
un sistema alternativo de incorporación del indígena al orden
colonial, independientemente del proyecto encomendero y
franciscano. Un vasto territorio geográfico que comprendía las
cuencas de importantes ríos, como la del Tebicury, Paraná, Miriñay,
Negro e Iguazú. Un espacio geográfico perfectamente definido por
la Compañía de Jesús como misionero-guaraní, con una identidad
cultural y étnica claramente evidenciada frente al resto del
mundo colonial hispánico y portugués. |