El
urbanismo jesuítico guaraní
Cuando
recorremos las ruinas de los antiguos pueblos jesuíticos
dispersos en la región misionera, uno de los aspectos más
llamativos es el ordenamiento urbano que se evidencia a través
de los restos. Hay cierta prolijidad y orden en la disposición
de los componentes del pueblo. Nada es caótico, todo pareciera
estar perfectamente dispuesto según un plan. Evidentemente las
ruinas que observamos son los restos de proyectos que en algún
momento de la historia fueron aceptados como viables y
consecuentemente puestos en práctica. Los trazados urbanos de
las reducciones son el punto culminante de una evolución,
producto de un sistema de prueba y error que se experimentó
desde el mismo momento en que los Padres jesuitas formaron los
primeros poblados indígenas en los comienzos del siglo XVII. Un
inicio que se halla en la misma aldea guaraní prehispánica,
punto inicial para el desarrollo de formas más complejas de
asentamientos, en la medida que éstos eran incorporados a los
diversos proyectos de evangelización, como el encomendero, el
franciscano o el jesuítico.
El
origen del modelo urbano
El modelo urbano implementado en las reducciones jesuíticas
no constituyó una creación exclusiva de los Padres de la Compañía
de Jesús. Al momento de crearse la Provincia Jesuítica del
Paraguay en el año 1604, ya existía toda una tradición con raíces
históricas respecto a lo que se denominaba genéricamente como
“pueblos de indios”.
Es posible determinar la existencia de un proceso evolutivo en
el que se diferencias varias fases de desarrollo urbano. Estas
son:
I.- La aldea
guaraní, de condición temporaria e inestable territorialmente.
II.- La
aldea guaraní a cargo del poblero, que ya posee un carácter
territorial fijo.
III.- La
reducción franciscana.
IV.- La
reducción jesuítica.
La aldea guaraní
prehispánica poseía la característica peculiar de que era
transitoria y móvil territorialmente. Ello creaba serios
inconvenientes al momento de ejecutar en la práctica el régimen
de la encomienda. La dispersión de los indígenas en una vasta
área geográfica volvía muy difícil la posibilidad de
someterlos al servicio de trabajo obligatorio que se les exigía
como prestación al señor encomendero. También la tarea de
evangelización se tornaba complicada, pues los sacerdotes debían
internarse en montes y selvas en búsqueda de los indígenas y
las más de las veces no los hallaban en los lugares
acostumbrados. Esta situación era inconveniente para el modelo
económico y social pretendido por los españoles. Surgió
entonces la iniciativa de fijar territorialmente a la aldea
guaraní.
Los encomenderos y el clero realizan la primera transformación
a la primitiva aldea. Le incorporan una Capilla y un funcionario
español o mestizo, llamado “poblero”, quien vivirá en la
aldea en una vivienda construida junto a la capilla. Su función
será la de asegurar la permanencia de la aldea en el sitio
elegido y vigilar a los indígenas en sus tareas. El antiguo
espacio abierto que existía entre las casas comunales prehispánicas
se conserva, ahora bajo la forma de plaza. La Capilla, la
vivienda del poblero y sus dependencias pasan a ocupar una
ubicación relevante en el nuevo ordenamiento. Los Padres
franciscanos al fundar sus primeros pueblos mantienen la misma
estructura urbana anterior. Incorporan al espacio de la plaza el
templo, en torno al cual se distribuyen las viviendas de los indígenas,
la casa del cura y del poblero, los talleres y el cementerio. No
es posible apreciar ningún orden o planificación más allá de
las tiras de viviendas que permiten una delimitación del
espacio de la plaza del pueblo. La innovación era muy tímida y
aún ni siquiera alcazaba a los aspectos tecnológicos de las
construcciones. Eran pueblos de barro y enramadas, con un
predominio del material vegetal en todas las edificaciones. Los
Padres jesuitas llegan al Paraguay cuando el modelo urbano
franciscano se hallaba en plena vigencia y se evidenciaba en un
gran número de fundaciones. Obviamente conocieron aquellos
pueblos, los vieron y los evaluaron urbanísticamente, nutriéndose
de la experiencia franciscana. Pero los padres jesuitas poseían
también una experiencia urbanística propia, nos referimos a la
desarrollada en la Provincia Jesuítica del Perú, en la misión
de Juli. El Padre Provincial Diego de Torres, que conoció la
experiencia peruana, dice en el año 1609 instruyendo respecto a
cómo debían trazarse los pueblos: “(...) se informarán con
personas desapasionadas y de buen ejemplo, sobre adónde les
parece que podrán hacer su asiento y la principal reducción
(...) llegarán allá y darán vuelta la tierra y escogerán el
puesto que tuviese mayor y mejor comarca, y de mejores caciques
(...) advirtiendo primero que tenga agua, pesquería, buenas
tierras, y que no sean todas anegadizas, ni de mucho calor, sino
de buen temple, y sin mosquitos ni otras incomodidades, en donde
puedan mantenerse y sembrar hasta ochocientos o mil indios (...)
el pueblo se trace a modo de los del Perú, o como más gustaren
a los indios (...) con sus calles y cuadras, dando una cuadra a
cada cuatro indios, un solar a cada uno, y que cada casa tenga
su huertezuela; y la iglesia y casa de Vuestras Reverencias en
la plaza, y dando a la iglesia y casa, el sitio necesario para
cementerio, y la casa pegada a la iglesia, de manera que por
ella se pase a la iglesia (...)”. A partir de normativas de
este tipo se generan los primeros trazados urbanos en la
Provincia Jesuítica del Paraguay. Las instrucciones del Padre
Diego de Torres, como puede apreciarse, no eran estrictas, ya
que dejaban abierta la posibilidad de que el trazado del pueblo
pudiese ser “como más gustaren a los indios”. Evidentemente
la realidad en la que se encontraba inmerso un Padre jesuita a
principios del siglo XVII en el Guayrá o en el Paraná, podría
distar mucho de los planteos expuestos en las normativas. Los
primeros trazados de pueblos en fundaciones que se realizaron en
la región guayreña, paranaense y uruguayense entre los años
1609 y 1638, fueron de características muy prácticas y
adecuados a las exigencias del medio humano y geográfico, más
que a diseños preestablecidos. Luego de las grandes migraciones
ocurridas en 163l y 1638, en el momento en que los pueblos de
Guayrá y del Tape se asientan entre los ríos Paraná y
Uruguay, comenzará a definirse el trazado urbano que hoy se
evidencia en las ruinas de los pueblos. Se trata de un fenómeno
aún muy poco investigado. Pero si consideramos, por ejemplo, el
asentamiento del pueblo de San Miguel en el período 1638-1687,
momento en que estuvo establecido al norte de la reducción de
Concepción, en la actual provincia argentina de Misiones,
advertiremos que sus ruinas muestran un trazado urbano aún no
claramente definido, pero que se aproxima en muchos aspectos a
lo que será el modelo definitivo de trazado urbano jesuítico-guaraní.
Un fenómeno evolutivo similar se puede apreciar en los restos
del asentamiento provisorio del pueblo de San Cosme y Damián,
ubicado entre las actuales ruinas de Candelaria y Santa Ana. Con
los traslados de los pueblos transitorios a sus solares
definitivos, luego de la derrota bandeirante del año 1641 en
Mbororé, los pueblos arriban al modelo clásico de trazado
urbano, el cual persistió hasta la expulsión de los jesuitas
en el año 1768, continuando vigente luego, en el período
posjesuítico.
La
historicidad del urbanismo en las misiones
Más allá de la existencia de un proceso evolutivo
racional en los trazados urbanos y en las técnicas
constructivas, el fenómeno urbano y arquitectónico en las
reducciones fue una respuesta a una realidad cultural y
ambiental determinante. Ya en las primeras fundaciones
realizadas por los Padres jesuitas, la incorporación de la tira
de viviendas colectiva, que un primer momento fue tolerada sin
divisiones internas, respondió a una peculiaridad cultural de
los guaraníes. El siglo XVII es un período que ofrece
interesantes perspectivas de análisis en el campo del urbanismo
reduccional. Fue una época de gran tensión, por la agresiva
presencia de los lusitanos en la región y por haber sido
esencialmente una etapa fundacional en el ámbito de las
misiones guaraníes. Estas circunstancias llevaron a que se
produjera una gran movilidad de los grupos poblacionales en toda
la región misionera. Recién con la derrota de los bandeirantes
en Mbororé en 1641 y con la ocupación de los espacios
abandonados en 1638 al oriente del río Uruguay, durante las últimas
décadas del siglo XVII, se dieron las condiciones de seguridad
y estabilidad territorial necesarias. En el intervalo los
pueblos en su mayoría fueron provisorios o transitorios. La
conciencia de esta realidad provisional llevó a los Padres
jesuitas a elaborar una estrategia que diera respuesta a dicha
situación. Surgen en ese contexto histórico los trazados
de los pueblos que habían emigrado del Guayrá y del Tape. Una
alta densidad de asentamientos en la ocupación del espacio
geográfico, precariedad en las construcciones, constante
evaluación del medio en la búsqueda de sitios apropiados, es
una característica de esta etapa de la historia de las
misiones. Existieron entonces pueblos sin una definición
precisa en lo urbano, construidos en tapia, adobe y elementos
vegetales, de muy escaso valor material y de un reducido costo
en términos de trabajo. Recién con los asentamientos
definitivos surgirán los grandes proyectos urbanos, con
edificaciones en piedra y con toda la infraestructura de apoyo
para el bienestar de los indígenas y curas.
Ordenamiento
urbano de una reducción
En el centro del poblado se destaca con toda fuerza
un amplio espacio, o “plaza de armas”. La plaza define sus límites
por las tiras de viviendas que la cercan por tres de sus lados,
mientras que el cuarto lado se define por el frente del templo,
el cementerio, la residencia, los talleres y el cotiguazú. Es
un espacio vaciado de contenido arquiectónico, pero contenedor
de un denso simbolismo que hace referencia a lo comunitario, lo
público y lo sacro. Cruces dispuestas en cada una de las cuatro
esquinas, eventualmente alguna estatua del Santo patrono del
pueblo en el centro y algunas palmeras en el contorno eran los
únicos elementos que interferían su aspecto llano y chato. Las
hileras de viviendas se agrupaban en cuadras, que formaban
barrios que contenían a los diversos cacicazgos. La expansión
del área de viviendas era variable, dependiendo del número de
población de la reducción. Una de las tiras que se ubicaba en
uno de los costados de la plaza era destinada a Casa del
Cabildo. El cementerio, el templo, la residencia o colegio, los
talleres y el cotiguazú, se disponían en una sola línea de
edificación en forma consecutiva. Detrás de este conjunto, se
hallaba la huerta de los Padres, cercada con un muro de piedra.
En algunos pueblos este sector sufría variaciones, tal el caso
por ejemplo de las reducciones de Nuestra Señora de Loreto,
Santa María la Mayor y San Carlos. En estas tres reducciones,
los talleres se ubican detrás de la residencia, y la huerta al
costado de la residencia y los talleres. Otra variación estaba
dada también por la disposición del conjunto
residencia-talleres, que en algunos pueblos, entre los que podríamos
citar a San Ignacio Miní, se encuentra a la derecha del templo.
Mientras que en otros pueblos, como San José o Apóstoles, se
halla a la izquierda de la iglesia. Junto al muro de la huerta,
en la esquina que formaba con el muro de la residencia, se
hallaban los que los memoriales denominan lugares comunes. Mención
que hacía referencia a las letrinas del pueblo. Estas eran
barridas periódicamente por las aguas de las lluvias que desde
los tejados del templo, talleres y residencia se canalizaban
hacia aquel lugar. Desde allí por un canal subterráneo las
aguas servidas se vertían a las afueras del pueblo. Restos muy
bien conservados de aquellas letrinas pueden observarse hoy en
los conjuntos jesuíticos de Nuestra Señora de Loreto y Santa
María la Mayor. Otro elemento infaltable era el reloj de sol.
Se ubicaba en el patio de la residencia o en la huerta. El único
conjunto jesuítico de los once existentes en la provincia
argentina de Misiones, que aún mantiene el reloj de sol en su
sitio original, en la huerta cerca de la galería de la
residencia, es el de Nuestra Señora de Loreto. La gruesa
columna se halla caída y el cuadrante, tallado en arenisca
rosada, roto en varias partes y semienterrado. Las calles eran
otro componente del trazado urbano de la reducción. Estaban
ornamentadas con naranjos y limoneros. Dos de ellas adquirían
una relevancia fundamental. Una era la que accedía a la reducción
y enfrentaba directamente a la fachada del templo, aunque no en
todas las reducciones se producía este fenómeno estético. En
algunos pueblos, como en el de los Santos Mártires, dicha calle
enfrentaba directamente al muro de la residencia, ya que el
templo estaba corrido hacia uno de los lados del eje. En cambio
en otras reducciones la mencionada calle poseía una
funcionalidad bastante restringida, por ejemplo en Apóstoles,
donde la calle enfrentaba al templo, pero moría en unos
estanques que se ubicaban al norte del pueblo. La otra
calle sí era de una trascendental importancia para el trazado
urbano de la reducción. Era la que cruzando por frente al
cementerio, el templo, la residencia, los talleres y el cotiguazú,
literalmente partía al pueblo en dos sectores bien
diferenciados y que por expresas disposiciones que comenzaron a
expedirse a partir del año 1714, no podían avanzar el uno
sobre el otro. Definía de un lado, donde se ubicaban el
cementerio, el templo, la residencia, los talleres, la huerta y
el cotiguazú, al sector sacro y comunitario del pueblo,
mientras que del otro lado de la calle se ubicaban las viviendas
de los indios, expresión de la vida privada del indígena. Se
pueden advertir aquí los conceptos de tupambaé y abambaé
transmitidos a través del lenguaje urbano. En algunos pueblos,
como el de Nuestra Señora de Loreto, esta calle en algún punto
de su trayecto a las afueras de la reducción poseía alguna
capilla u oratorio. En otros constituía el acceso principal al
pueblo. En San Ignacio Miní por ella se ingresaba a la reducción
desde el puerto sobre el Paraná, o desde Loreto o viniendo de
Corpus. En la reducción de Loreto ésta era la calle que por un
extremo llevaba a San Ignacio y por el otro a Santa Ana,
mientras que la calle frontal que daba al templo no llevaba más
que a un sector de los lotes del abambaé. En la periferia de
los pueblos se disponían algunos estanques, destinados al
abastecimiento de agua a la población y para el lavado de la
ropa. Algunos se hallaban bellamente ornamentados con tallas en
piedra y parquizados con árboles frutales y palmeras. Vestigios
de estos estanques o piletas persisten en todos los conjuntos
jesuíticos, destacándose especialmente por su ornato los que
habían pertenecido a los pueblos de San Miguel y Apóstoles.
Todo el entorno de la reducción en un radio de casi mil metros
era talado y desmalezado. Esta directiva está insistentemente
presente en la mayoría de los memoriales para los pueblos
expedidos desde el año 1714. El paisaje debía estar totalmente
libre de arbustos, grupos de árboles o malezas. El fin era que
no hubiera sitios en dónde ocultarse o escondrijos que
escaparan a la vigilancia de los Padres o de los alcaldes.
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