Los
Avá y su modo de vida
Los
guaraníes o avá –como ellos mismos se denominaban– definieron
y caracterizaron culturalmente un singular espacio geográfico a
su ingreso en la región misionera, siguiendo los cursos de los
ríos Paraguay, Paraná y Uruguay. Ya mencionamos el hecho de
que la región no constituía en aquel momento un espacio vacío.
Varios pueblos, de procedencia incierta, portadores de una
cultura protoneolítica, constructores de túmulos y grabadores
de petroglifos, cuyos vestigios hoy persisten como enigmáticos
testimonios, sucumbieron ante la presencia imponente de los
guaraníes. Las imágenes dramáticas de aquellas luchas por el
dominio del espacio quedaron sepultadas en el tiempo. El
resultado fue la definición de una nueva geografía humana para
la región misionera, aquella que encontraron los primeros
conquistadores y colonizadores españoles y portugueses. El
paisaje fue ocupado con la sucesiva instalación de aldeas o tavá.
Estas aldeas, que describiremos luego, señalaban la ocupación
real de la tierra frente a los demás grupos no guaraníes que
se alejaban cada vez más hacia el interior de la selva o el
monte. El guaraní prefirió, para la instalación de sus
aldeas, los terrenos ubicados sobre las riberas de los grandes ríos,
arroyos y lagunas de la región. Eran los sitios más propicios
para la pesca y la caza, para la recolección del ñai’ú o
arcilla para la cerámica, y fundamentalmente para el
aprovechamiento de la fértil capa de humus en las labores hortícolas,
mientras que el monte cercano ofrecía sus frutos silvestres y
abundante madera.
El guaraní conocía y visualizaba con claridad su hábitat
geográfico, se sentía parte de él. Su propia lengua
identificaba con toda lucidez, con nombres propios, ríos,
arroyos, lagunas, cerros, montes, sitios significativos y otros
de orden mitológico.
La aldea o tavá instalada, por ejemplo junto a la laguna del
Iberá, no constituía un hecho poblacional aislado. Todo lo
contrario. Era parte de una amplísima red intercomunicada por
caminos o tape. En este ámbito las relaciones se establecían
por el parentesco, o por alianzas circunstanciales de carácter
ofensivo o defensivo. El guaraní conocía la existencia de los
cazadores-recolectores que vagaban en torno de su ámbito geográfico,
sabía de la existencia del imperio inca y de sus características,
y había llegado inclusive hasta sus fronteras. Tampoco se le
escapaba el conocimiento de la existencia del océano Atlántico.
La geografía guaraní era un espacio racionalmente
administrado. En él se conjugaban el hombre y la naturaleza en
un armonioso equilibrio. Esto era sentido así por el guaraní.
Lo que quedaba fuera de aquella geografía pasaba a ser la
“tierra del otro”, del no guaraní.
Un
modo de vivir y de producir
Los guaraníes habitaban en aldeas compuestas
por tres o cuatro grandes casas comunales. Cada una de ellas
contenía a todos aquellos que se hallaban relacionados por vínculos
de parentesco, de tal modo que algunas podían albergar hasta un
centenar de personas. Las casas, de forma alargada, consistían
en una estructura portante de madera cubierta con ramas u hojas
de palmera. En el interior, muy austero, se destacaban las
hamacas colgantes y el fogón comunitario. En algunos casos, según
las circunstancias, la aldea podía estar rodeada defensivamente
por una empalizada. El ordenamiento de las casas comunales
dejaba un amplio espacio abierto en medio de ellas. Esta especie
de plaza comunal, era el sitio de la oración, la danza, la
distribución comunitaria del alimento y asambleas.
Los lazos de parentesco actuaban como ordenadores de la
estructura social y económica de los guaraníes. Cada casa
comunal representaba un te-íi (parentesco, linaje, casta)
formado por todos los descendientes de un antepasado común con
sus respectivas mujeres. Cada te-íi poseía un jefe y toda la
actividad económica productiva se organizaba en función del
te-íi. Dicha organización se basaba en el concepto de
reciprocidad en el trabajo y en la disponibilidad de los bienes.
Los lazos de parentesco obligaban al socorro mutuo, a compartir
la cosecha, el animal cazado en el monte y la miel recolectada.
La reunión de varios te-íi, formaban un tecohá (querencia,
residencia). La reunión no era arbitraria, sino producto de algún
lazo de parentesco, generado por ejemplo por el casamiento de un
varón de un te-íi con una mujer perteneciente a otro te-íi.
Entonces se formaba un tavá, es decir la aldea o el pueblo.
Si alguna situación especial lo requería, como podía ser el
caso de una guerra, los diversos te-íi elegían un jefe para el
tecohá. Este tipo de designación se realizaba en casos muy
especiales y el poder depositado en el jefe del tecohá se
extinguía con la desaparición de la causa que diera fundamento
a su elección. En realidad lo que cohesionaba al grupo, dándole
identidad propia y persistencia, era la red de lazos de
parentesco y el principio de la reciprocidad. El poder que
detentaba el jefe del te-íi o cacique, era en la mayoría de
los casos meramente nominal, ya que el poder real residía en la
asamblea de ancianos. El cacique sustentaba su autoridad en la
capacidad que poseía de dar o regalar graciosamente bienes a
sus súbditos, en el valor y destreza que demostraba en la
guerra, en su habilidad oratoria y en su poder de convocatoria.
Si fallaba era destituido inmediatamente, pudiendo inclusive
caer en desgracia.
Frente al cacique se alzaba otra figura de poder: el chamán o
payé. No sólo ejercía una gran fascinación sobre el pueblo,
sino que también constituía una amenaza para la autoridad que
representaban los caciques. El payé era un personaje temible.
Se lo suponía portador de poderes portentosos, capaces
inclusive de causar la muerte de alguna persona, de hablar con
los espíritus de los muertos, de cambiar el curso de los ciclos
de la naturaleza, de provocar y curar enfermedades. Conocedor
profundo de la herboristería, tenía carácter de médico y al
mismo tiempo de brujo, ya que la enfermedad era explicada desde
lo sobrenatural. A diferencia del cacique¸ cuyo poder era
generalmente hereditario, el payé se imponía al grupo por sí
mismo, esgrimiendo sus presuntos dones sobrenaturales. Los
estados alterados de conciencia que lograba a partir del consumo
de hongos de propiedades alucinógenas generaban una atmósfera
irreal que arrastraba a los integrantes de la comunidad a
vivenciar experiencias de tipo místico. De esta manera el poder
religioso se confundía con el político en la figura del payé.
Su capacidad de convocatoria era tan fuerte, que su sola prédica
podía generar grandes migraciones de población.
Una de las funciones del cacique era la de administrar el
trabajo comunitario y de distribuir equitativamente los bienes
del consumo, además de vigilar y controlar las diversas
actividades. Existía una división del trabajo por sexos. La
preparación de la cerámica era, por ejemplo, una tarea
exclusiva de las mujeres, como la de plantar e hilar los
lienzos. El varón era básicamente pescador, cazador recolector
y guerrero. Labraba troncos para construir canoas, preparaba las
armas, rozaba algún sector del monte destinado al cultivo del
maíz, del zapallo, la mandioca, la batata y diversas variedades
de porotos.
El concepto de propiedad privada de los bienes no existía en la
sociedad guaraní. Todo lo que se cosechaba en los cultivos hortícolas,
el producto de la caza y la pesca, los frutos recolectados, eran
distribuidos solidariamente entre todos los miembros del te-íi.
Solamente algunos pocos bienes podían ser detentados como
personales, tal el caso de las armas, las hamacas, algunos
utensilios de cerámica. En el mismo sentido, la tierra era
considerada como un bien del que se podía disponer pero sobre
el cual nadie podía pretender derechos de propiedad exclusiva.
Eran comunitarios la tierra cultivable, las fuentes de
abastecimiento de agua, el monte y la selva, con todos sus
recursos aprovechables. El sentimiento individual de la
propiedad privada prácticamente no existía, no ocurría lo
mismo con el concepto colectivo de posesión de un suelo
determinado y específicamente el sentimiento de íntima comunión
existente entre los miembros de la comunidad, entendida como un
todo absoluto, y la tierra que se habitaba.
La
divinidad, el universo y la muerte
La faceta espiritual del guaraní constituye uno
de los aspectos más llamativos y atrayentes de su cultura. Múltiples
investigaciones se han realizado, desde el mismo momento de la
conquista y hasta nuestros días, tratando de comprender e
interpretar el complejo sistema de creencias religiosas y de
concepción del universo elaborado por el pueblo guaraní.
Desde el mismo momento de la conquista hispánica, llamó la
atención de los conquistadores y colonizadores el hecho de que
los guaraníes no poseyeran templos, ni ídolos o imágenes para
venerar, ni grandes centros ceremoniales. Muchos cronistas de la
época no dudaron en concluir que se trataba de un pueblo sin
ningún tipo de creencias religiosas. La verdad era otra, la
religiosidad existía y era profundamente espiritual, a tal
punto de no necesitar de templos ni de ídolos tallados.
Ñanderuvuzú, Nuestro Padre Gande, o Ñamandú, el primero, el
origen y principio, o Ñandeyara, nuestro dueño, eran los
nombres que hacían referencia a una divinidad que era concebida
como invisible, eterna, omnipresente y omnipotente. Una entidad
espiritual concreta y viviente que podía relacionarse con los
hombres, por ejemplo bajo la forma perceptible de Tupá, el
trueno. Se manifestaba en la plenitud de la naturaleza y del
cosmos, pero nunca en una imagen material. Ñanderuvuzú no era
el dios exclusivo de los guaraníes, era el dios padre de todos
los hombres. Esta idea de universalidad de la divinidad resulta
realmente asombrosa por su grado de desarrollo, si la
visualizamos en el concierto de las concepciones de la divinidad
elaboradas por las otras culturas prehispánicas americanas
Frente a Ñanderuvuzú, el padre bondadoso, el dador de vida y
sustento del equilibrio del orden universal, estaba la otra
dimensión de la realidad espiritual, el Mal, expresado en el
concepto de Añá. Esta fuerza maléfica era la generadora de la
muerte, la enfermedad, la escasez de alimentos y las catástrofes
naturales. La realidad era comprendida como un débil equilibrio
que podía ser roto por Añá en un instante cualquiera. De allí
la trascendencia otorgada socialmente a la figura del chamán o
payé, única persona capáz de conjurar con sus poderes
sobrenaturales a las fuerzas del mal, pero al mismo tiempo muy
temida por su capacidad de dominar y de valerse del mal como
instrumento.
Para los guaraníes esta tierra y esta vida eran la imperfección.
Existía un lugar donde todo era perfecto, la Tierra sin Mal. La
vida del hombre era un andar hacia aquel sitio, al que se podía
llegar luego de la muerte física, y –en algunos casos
excepcionales– corporalmente, sin pasar por el trance de la
muerte. La Tierra sin Mal no constituía un mito para los guaraníes.
Era un lugar real, concreto, que se ubicaba imprecisamente hacia
el este, más allá del Gran Mar (Océano Atlántico). Esta
creencia en la Tierra sin Mal generaba periódicamente grandes
migraciones en su búsqueda, inspiradas por el mesianismo de
algunos chamanes o payé.
En esta compleja red de creencias y conceptos religiosos la
muerte adquiría un profundo significado, pleno de simbolismos.
Creían en la inmortalidad del espíritu y en el hecho de que la
muerte consistía en el acto por el cual el alma o anguera
abandonaba el cuerpo físico ya sin vida o té´ongué. Esta
separación no era concebida como un hecho instantáneo, sino
lento en el tiempo y que podría ser penoso para el alma si
estaba demasiado apegada a la vida terrenal y a los bienes
materiales. Era el deber de los parientes del difunto facilitar
por todos los medios posibles la separación del espíritu del
cuerpo, para que pudiese abandonar en forma definitiva el mundo
de los vivos. Muerto el individuo, sus familiares procedían a
la destrucción de todas aquellas pertenencias del mismo que
pudieran retenerlo indebidamente en el mundo de los vivos. Si el
alma quedaba, por simpatía hacia algún objeto, en el mundo
terrenal, se transformaba en un anguerú o alma en pena. El
anguerú inclusive, podía manifestarse a los vivos bajo el
aspecto de un pora o fantasma. Entonces la única alternativa
era la de recurrir al payé para que éste atrapara al anguerú
en algún objeto, por ejemplo una pequeña hacha pulida.
El difunto era enterrado en un yapepó, una vasija de cerámica
de dimensiones considerables, que generalmente permitía que en
su interior yaciera una persona en posición fetal. El yapepó
no tenía una utilización específicamente fúnebre sino que
cumplía múltiples funciones. Su uso en el ritual fúnebre
constituía el punto terminal de una trayectoria funcional.
Concebido por las manos alfareras de la mujer guaraní, servía
para la cocción de los alimentos, para la fermentación de las
bebidas alcohólicas y para servirlas en los agasajos, y luego
finalizaba convertido en urna funeraria.
Existían dos formas de tratar al cadáver. Una consistía en
dejar abandonado el cuerpo del difunto durante algún tiempo
prudencial en el monte, para que sufriera el proceso del
descarne. Luego, los huesos eran recogidos y depositados en el
interior del yapepó. Otra forma era la de introducir el cadáver
completo en el interior de la urna, acomodándolo en una posición
fetal.
La urna era enterrada en el mismo sector que ocupaban las
viviendas. Junto al yapepó que contenía al difunto, se
depositaban otras pequeñas vasijas cerámicas que contenían
alimentos y bebidas, ya que se consideraba que en sus primeros
estadios de desprendimiento del mundo terrenal, el alma aún
conservaba ciertas apetencias humanas.
El
ser guerrero. Una condición vital
El pueblo guaraní poseyó desde un inicio, un
carácter intrusivo en la región platense. Su entrada fue
violenta y determinó una existencia constantemente ofensiva y
defensiva respecto a las poblaciones aborígenes no guaraníes
que habitaban la región. La guerra era una necesidad a fin de
conservar el espacio vital. Fuera de su espacio y de su etnia,
no poseían amigos; todos eran enemigos. Aunque cada tecohá o
aldea era autónoma, en caso de guerra se confederaban bajo la
dirección de un jefe. Estas alianzas culminaban naturalmente
con la finalización de la campaña guerrera.
Los ataques se realizaban en forma masiva, embistiendo
directamente al enemigo. Previo al ataque, se hacía caer sobre
las fuerzas adversarias una lluvia de flechas y piedras. Luego
venía la embestida directa con lanzas, macanas o garrotes. La
crueldad con los vencidos era extrema. Algunos de los
prisioneros eran reservados para esclavos, mientras que otros lo
eran para ser comidos en banquetes rituales. La antropofagia era
una práctica común entre los guaraníes. Se consideraba que al
ingerir la carne del enemigo vencido, existía una apropiación
del valor y de las virtudes guerreras del mismo.
La
cotidianidad del guaraní
La unión entre el varón y la mujer no tenía
un carácter sacramental entre los guaraníes. Era simplemente
una forma institucional de ampliar los lazos de parentesco y de
consolidar el sistema de reciprocidad productiva y económica.
Por este motivo, entre los caciques la poligamia era de práctica
común, ya que con ella ampliaban e incrementaban su poder político
y económico. En realidad el concepto de familia iba mucho mas
allá, ya que involucraba a todos los que se hallaban vinculados
por lazos de parentesco.
El guaraní se refería a su lengua como el avañe-é, el habla
de la persona o del hombre. El lenguaje era concebido como una
fuerza creadora, capaz de transformar y hacer surgir realidades.
Según la mitología guaraní, el mismo Ñanderuvuzú había
creado el avañe-é cuando por medio de las “palabras almas”
había creado el mundo. La oratoria, muy preciada entre los
guaraníes, constituía uno de los rasgos que distinguía a los
caciques y chamanes y en el cual sustentaban el gran poder de
convocatoria sobre sus seguidores.
La vestimenta de los varones estaba formada por un simple
taparrabos y en la mujer, el tipoí, una especie de larga camisa
sin mangas. Los adornos sobre el cuerpo no estaban ausentes.
Plumas coloridas, collares y pendientes lucían sobre el cuerpo
de la mujer. En el varón se destacaba el tembetá, pequeño
objeto de piedra pulida, madera o hueso, introducido en una
perforación en el labio inferior. La aplicación de pinturas
sobre el cuerpo era muy común. Los colores se obtenían de
sustancias vegetales y se aplicaban sobre el cuerpo para
diversos fines, por ejemplo rituales religiosos o simplemente
como repelente para molestos insectos.
La enfermedad consistía en la ruptura del equilibrio interior
de la persona, causado por un espíritu malo, o Añá. La curación,
por lo tanto, consistía en un acto de conjura, en el que tenía
una participación clave el payé. Junto a los rituales del payé
estaba la utilización de las hierbas medicinales, ampliamente
conocidas y usadas por los guaraníes. Pero éstas no eran
valoradas por sus principios activos, sino por su capacidad mágica
para restablecer el equilibrio perdido y conjurar el mal.
Por su condición de agricultores, los guaraníes eran un pueblo
básicamente vegetariano. La carne ocupaba un lugar secundario
en la alimentación y dependía de la cacería de animales y
aves silvestres y de la pesca. Consumían también el tambú,
una larva que se desarrolla en los tallos de palmeras. La
producción agrícola era muy variada, destacándose el maíz,
la mandioca, el zapallo, el tabaco, la batata dulce y una gran
variedad de porotos. Otros productos vegetales eran obtenidos
directamente del monte o la selva, tal el caso de las hierbas
medicinales, frutos como el guayabo y la piña o ananá y la
yerba mate.
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