Gobierno
y administración
de los pueblos jesuíticos
Imaginemos
un pueblo con 6.000 indios guaraníes. Frente a ellos uno o dos
sacerdotes que los dirigen. No hay fuerza de policía ni un
cuerpo de soldados para imponer las órdenes y las
disposiciones. Pero éstas se cumplen fielmente y ninguno de los
6.000 osaría levantar una mano contra alguno de los sacerdotes.
El pueblo es armonía pura, es música en la selva. Los
mecanismos del gobierno y la administración funcionan casi a la
perfección: todos tienen vivienda, el alimento no falta, ni
tampoco la vestimenta. No hay rencillas ni odios raciales, ni
enfrentamientos entre grupos o pueblos. Los días de arduos
trabajos se alternan con aquellos festivos en donde la alegría
del pueblo estalla en danzas, música, celebraciones litúrgicas
y banquetes. ¿Cómo fue posible que aquella realidad surgiera y
persistiera en el tiempo por más de un siglo y medio? Sin lugar
a dudas el sistema de gobierno y administración implementado
por la Compañía de Jesús y avalado por la Corte española,
constituyeron la esencia del éxito de la experiencia
reduccional jesuítica.
La
etapa de las definiciones
La fórmula de gobierno y administración que
permitió el afianzamiento del sistema reduccional a partir de
la segunda mitad del siglo XVII, no fue producto del azar ni de
alguna concepción ideológica transplantada a la realidad
guaraní. En realidad desde que en el año 1604 se creara la
Provincia Jesuítica del Paraguay, a la Compañía de Jesús se
le planteó un gran número de dudas acerca de cómo debían
organizarse y administrarse los pueblos. En el ámbito colonial
español los jesuitas contaban con una experiencia muy valiosa.
Se trataba de la misión de Juli, en el Perú. Un comienzo
exitoso que se convirtió en modelo para futuras experiencias
evangelizadoras, de tal modo que el padre Diego de Torres,
primer Superior de las misiones del Paraguay, en sus
instrucciones dirá que éstas se organicen “a modo del Perú”.
Él mismo había estado en la residencia jesuítica de Juli en
los años transcurridos entre 158l y 1586. Pero no debe
entenderse esto como el trasplante de un modelo. La provincia
Jesuítica del Paraguay presentaba peculiaridades que exigían
respuestas originales. La experiencia de Juli sirvió
fundamentalmente para marcar algunos lineamientos, como que los
pueblos de indios debían estar aislados de los españoles y
lejos de sus rutas, que debían generar su propio sustento, que
las misiones debían formarse con indios no empadronados por los
encomenderos. El otro antecedente que los padres jesuitas
pioneros capitalizaron fue la experiencia misional que habían
desarrollado los franciscanos en el Paraguay. Cuando en 1604 se
crea la Provincia Jesuítica del Paraguay, las misiones
franciscanas estaban en pleno auge desde hacía más de medio
siglo.
¿Debían prestar servicio personal a los encomenderos los
indios reducidos? ¿Debían ser vasallos del Rey y pagar
tributo, en reemplazo de la prestación del servicio personal,
¿y si así fuera, cómo se obtendrían los recursos económicos
para el pago del tributo? ¿Era correcto que los padres de la
Compañía, al margen de sus funciones específicas,
incursionaran en la administración política y económica de
los pueblos? En la primera mitad del siglo XVII estos planteos
eran tema de debate entre los sacerdotes de la Compañía y no
había conclusiones ciertas. Tampoco las opiniones eran
concordantes y la diversidad de pareceres predominaba entre los
Padres jesuitas, el clero secular y las autoridades políticas
coloniales. Las definiciones se fueron generando a medida que
los jesuitas iban realizando las fundaciones e iban definiendo
territorialmente su proyecto de evangelización. La experiencia
inicial del Guayrá había demostrado que era posible formar
pueblos con indios no empadronados en la encomienda y que éstos
podían obtener su sustento y los recursos para el pago del
tributo liberador a la Corona. Por otra parte, la fundación de
San Ignacio Guazú y Corpus Christi en el Paraná, en donde había
indios sujetos a la encomienda, demostró que al ausentarse los
mismos para prestar el servicio a sus señores sus conductas
eran perniciosamente influenciadas, constituyendo cuando volvían
un riesgo para el resto de los indios reducidos. Una experiencia
que no hacía más que respaldar la postura de algunos jesuitas
acerca de la necesidad de aislar a los indígenas de los españoles.
Las tragedias experimentadas con los ataques bandeirantes en el
Guayrá, el Itatín y el Tapé, generaron más incertidumbres
respecto a la real posibilidad de un desarrollo autónomo de los
pueblos.
Cabildo
de San Ignacio Miní. Cada trazado urbano jesuítico
reservaba un lugar preeminente en unos de los
costados de la plaza
para la casa del cabildo, en consonancia con la
trascendencia que
se le otorgaba al cabildo indígena en la dirección
y organización de
la vida del pueblo. |
La gestión
realizada por los Padres Antonio Ruíz de Montoya en España y
Francisco Díaz Taño en Roma, dando a conocer el papel político
y estratégico que jugaban las misiones jesuíticas, permitieron
que éstas comenzaran a contar con un marco jurídico más
preciso. La victoria lograda por los misioneros en la batalla de
Mbororé tuvo una trascendencia crucial en la definición del
sistema reduccional misionero. Los guaraníes son exceptuados
por veinte años del pago del tributo y en el año 1649 son
declarados “vasallos de Su Majestad y guarnición de
frontera”. Luego, por Real Cédula del 15 de junio de 1654 las
doctrinas misioneras son puestas bajo el Real Patronato. En el
contexto colonial hispánico, las reducciones se organizaron en
el marco jurídico de las Leyes de Indias y de las normativas
propias de la Compañía de Jesús, además de una treintena de
Cédulas Reales.
Las
jurisdicciones territoriales de las reducciones
Las jurisdicciones territoriales de cada una de las reducciones
estaban cuidadosamente establecidas y registradas en títulos
legales que eran archivados en el Cabildo de cada pueblo. Las
tierras de pastoreo, los campos de cultivos, los montes, se
hallaban delimitados y amojonados. Los límites entre el
territorio perteneciente a una y otra reducción quedaban
determinados a partir de acuerdos y compromisos. Aún así no
fueron escasos los pleitos que se generaban entre los pueblos
por denuncias de invasión de jurisdicción. Los límites se
establecían con mojones que marcaban la línea limítrofe,
también cumplían dicha función los ríos, arroyos y
pantanales que eran seleccionados de común acuerdo como límite.
Los límites territoriales que se establecían entre las
reducciones no cumplían un fin político o estrictamente jurídico.
El objetivo era el de contar con un marco de referencia para
resolver eventuales pleitos que pudieran suscitarse entre los
indígenas de pueblos vecinos. Así, por ejemplo existen
testimonios documentales de cómo los indígenas del pueblo de
Nuestra Señora de Loreto, cuyas tierras eran limítrofes con
las de San Ignacio Miní, denunciaron en varias oportunidades la
destrucción de sus sementeras por el ganado perteneciente a San
Ignacio Miní.
Memorial.
Documento elaborado por el padre provincial o superior
con motivo de su visita a los pueblos, dejando
precisas
instrucciones respecto a la organización de los
mismos. |
En otros casos las
denuncias son de San Ignacio Miní contra el pueblo de Nuestra
Señora de Loreto, acusándolo de apropiarse del ganado que
ingresaba en sus tierras, hecho que los indígenas de este último
pueblo aducían como justo considerando el daño que el ganado
le causaba en los sembradíos. Finalmente el pleito, que se había
extendido por varios años, quedó resuelto cuando se determinó
abrir una zanja a lo largo de un sector de la línea limítrofe,
con lo cual cesaron las incursiones del ganado.
La existencia de jurisdicciones territoriales no perturbaba en
absoluto la unidad territorial de los treinta pueblos jesuíticos.
Los límites entre las tierras de los pueblos emergían como
producto exclusivo al acuerdo entre las partes. Los accidentes
geográficos podían servir de límites, pero no necesariamente
los determinaban. De ese modo, el río Paraná no tenía ningún
significado limítrofe para las reducciones que se hallaban en
amabas márgenes. Por ejemplo, parte de las tierras de la
reducción de Itapúa se hallaban sobre terrenos de la orilla
opuesta. Lo mismo ocurría, en sentido inverso, con Candelaria,
cuyas tierras de cultivo se hallaban del otro lado del río
Paraná. Entre las reducciones uruguayenses ocurría algo
semejante. Pueblos como Concepción, Santo Tomé, Yapeyú, y
otros, veían extendida su jurisdicción territorial sobre la
región oriental del río Uruguay. De hecho este sistema de
jurisdicciones territoriales permitía que los grandes ríos
Paraná y Uruguay se constituyeran en ejes integradores del
desarrollo económico y productivo de los pueblos misioneros. La
organización de los espacios o jurisdicciones territoriales de
los pueblos fue un proceso muy lento que se inició transcurrida
la primer mitad del siglo XVII y se fue consolidando recién en
el transcurso de la primera mitad del siglo XVIII, cuando las
reducciones se van consolidando en sus solares definitivos.
Los
soldados de la Compañía se organizan
Que tan sólo 170 padres dirijan y administren a
un promedio de 100.000 guaraníes reducidos en 30 pueblos,
implica la existencia de una óptima organización.
En la ciudad de Roma se hallaba la máxima autoridad de la Compañía
de Jesús, el General o Prepósito de la Orden, a quien, luego
del Papa, los sacerdotes de la Compañía debían obediencia
absoluta. El Prepósito se constituía en nexo directo entre la
Compañía y el Papa, además de atender los asuntos de las
diversas Provincias distribuidas por el mundo.
Al General de la Orden, en situación de subordinación le seguían
los Provinciales, responsables directos de las diversas
Provincias en que desarrollaban su tarea evangelizadora los
jesuitas. En el caso de la Provincia Jesuítica del Paraguay, el
Provincial residía en la ciudad de Córdoba. Periódicamente el
Provincial realizaba visitas de inspección a los Pueblos. Sus
propuestas para el mejoramiento de la administración, consejos,
conclusiones, quedaban establecidas en documentos que recibían
el nombre de Memoriales, que eran redactados en forma individual
por reducción y remitidos a los curas respectivos para su
consideración o implementación. Anualmente, con la información
de los Memoriales particulares de los pueblos se redactaban las
Cartas Anuas de la Provincia para ser remitidas a Roma, dando
cuenta de los principales sucesos del año transcurrido. Del
Padre Provincial dependían en forma directa el Procurador de
Buenos Aires, el de Santa Fe y el de Asunción, también un
Secretario y un grupo de Consultores.
Subordinado al Provincial se hallaba además el Padre Superior.
En un principio, hasta comienzos del siglo XVIII, existían dos,
uno para los pueblos de Paraná y otro para los del Uruguay,
quedando luego uno solo para el conjunto de los 30 pueblos. El
Padre Superior residía en la reducción de Nuestra Señora de
la Candelaria, ubicada a orillas del río Paraná y en un punto
equidistante de las demás reducciones. Era la Capital de las
Misiones, el centro administrativo de todos los pueblos, cuyo
dinamismo se expresaba en la monumental arquitectura del
edificio de la residencia, con su planta alta y subsuelo, donde
funcionaban archivos, biblioteca, salones de reunión y oficinas
de administración. El Padre Superior debía visitar cada
semestre todas las reducciones, debiendo residir un mínimo de
cuatro días en cada una de ellas con la finalidad de
interiorizarse de la situación administrativa de las mismas.
Al Padre Superior le seguían en jerarquía un Padre
Vice-Superior para los pueblos del Paraná y otro para los del
Uruguay. Cada uno de estos últimos poseía un grupo asesor
compuesto por un Consultor Ordinario, un Admonitor y un
Consultor Extraordinario. Para los cargos de vice-superiores y
sus sacerdotes asesores se comisionaban a curas que se desempeñaban
al frente de reducciones, sin que éstos dejaran de cumplir con
esa misión específica. Constituían una forma de conexión
directa con la realidad de la vida en los pueblos.
Finalmente, al frente de cada pueblo había dos sacerdotes y en
algunos casos, cuando había exceso de población, tres. Uno era
el Cura del pueblo, encargado de lo “Eterno”, es decir de la
atención espiritual y religiosa de los habitantes; el otro, el
Compañero, era el encargado de lo “Temporal”, dirigía
aspectos de la vida cotidiana, como eran el trabajo en los
talleres, en los lotes del abambaé, en las sementeras y
estancias del tupambaé, la fabricación de tejas, el
mantenimiento edilicio del pueblo, la instrucción de los niños
y jóvenes, entre otras cosas.
Ambos, Cura y Compañero, habitaban en el sector denominado
Residencia o Colegio, adyacente al templo y a los talleres. La
Residencia era un espacio cerrado a los guaraníes, salvo
aquellos que prestaban algún servicio específico, como los
cocineros, tenían acceso a aquél ámbito. Allí los Padres tenían
sus oficinas, biblioteca, comedor, dormitorios. Funcionaba también
como depósito de algunos productos del tupambaé y de las armas
de la reducción. Junto con el Cabildo era el centro
administrativo del pueblo.
Con bastante regularidad se convocaba, cada seis años, la
Congregación provincial. Era de fundamental importancia porque
en ella se resolvían cuestiones que hacían a una mejor
administración de los pueblos. Se ha remarcado asiduamente la
estructura verticalista de la organización jesuítica. Sin
embargo resulta notable cómo dentro de dicha verticalidad se
producía una fluida comunicación que partía desde las bases y
llegaba hasta los estamentos superiores de la organización.
Simultáneamente se generaba un sistema de consultas desde los
superiores hacia los subordinados. Ello permitía una apreciación
cierta de la realidad y la consecuente elaboración de
resoluciones de máxima efectividad en la práctica.
El
cabildo indígena
Las guaraníes de las reducciones, como vasallos
del Rey, debieron organizarse políticamente según las
disposiciones de las Leyes de Indias. Ello dio origen a un
Cabildo cuyos estrados eran ocupados exclusivamente por guaraníes,
que de ese modo participaban directamente en el gobierno político
y en la administración de la reducción.
La elección de los miembros del Cabildo era anual, realizándose
la renovación en cada uno de los pueblos el día de Año Nuevo.
Los nuevos miembros eran electos por los cesantes en una
asamblea general. La nómina era puesta a consideración del
Padre, el cual podía sugerir algún cambio que creyera
conveniente. Decidida la cuestión, la lista con los nombres de
los nuevos cabildantes era anunciada a los sones de las cajas en
un acto público que se realizaba ante las puertas de la casa
del Cabildo. En acto protocolar se procedía a realizar la
entrega de las insignias de mando a las nuevas autoridades. En
el mismo acto se confeccionaba el acta en la que constaban los
nombres de los nuevos miembros del Cabildo, la que era remitida
al Gobernador para su correspondiente aprobación. Luego, con
sus insignias de mando y vestidos a la usanza española, los
cabildantes se dirigían al templo para participar en una
ceremonia religiosa, ubicándose todos en un sitio distinguido
frente al altar.
El Cabildo estaba integrado por un Corregidor, un Teniente de
Corregidor, un Alguacil, los Alcaldes, cuatro Regidores, el
Alguacil Mayor, un Alférez Real, un Escribano y un Mayordomo.
Subordinados a los Alcaldes estaban un Alcalde de Primer Voto y
un Alcalde de Segundo Voto, mientras que del Mayordomo dependían
los Contadores, los Fiscales y los Almaceneros. Generalmente los
estrados del Cabildo eran ocupados por los Caciques, o parientes
directos de éstos.
El padre Antonio Sepp, refiriéndose a la organización civil y
política de los guaraníes, da una pintoresca descripción:
“En cada pueblo actúa uno de los caciques más prestigiosos
como juez o corregidor, junto con otros funcionarios públicos
que son anualmente elegidos por el cabildo en una asamblea
general y confirmados por los señores gobernadores españoles,
como corresponde. Dos jueces o jurados que llevan una vara
(alcaldes ordinarios) asisten al corregidor; además hay cuatro
alcaldes (de barrios), seis u ocho comisarios para los
diferentes cuarteles, una veedora que mantiene el orden entre
las mujeres y las obliga a hilar celosamente y a velar por la
limpieza de la plaza y de las calles, cuatro celadores para los
chicos y el mismo número de inspectoras para las niñas, que
las acompañan a las clases de catecismo y las llevan al
trabajo, es decir, a una tarea adecuada a sus fuerzas, como por
ejemplo, recoger algodón, garbanzos, habas y otras legumbres
secas, cuando llega el tiempo de la cosecha. Otros funcionarios
son el carcelero y alguacil, y el procurador y contador que debe
hacer mensualmente un recuento de los caballos, bueyes, vacas,
ovejas, mulas y animales reproductores. También tenemos un
cierto número de guardas de campo, jardineros, domadores, etcétera,
además cuatro y en algunos pueblos ocho enfermeros...”.
La institución del Cabildo constituía un genuino ejercicio del
poder por parte de los indígenas. Conocer hasta dónde el
Cabildo era independiente de la voluntad del Cura y del Compañero
es un aspecto difícil de dilucidar. Se podría suponer que
existía una relación muy estrecha en dicho sentido. Sin
embargo algunos memoriales de los Provinciales de la primera
mitad del siglo XVIII, dicen lo contrario y permiten sospechar
cierta independencia de acción de los Cabildos en algunos
aspectos de la administración, por ejemplo cuando concretamente
imparten directivas a los Curas para que influyan en los
Cabildos a fin de evitar excesos en la aplicación de penas por
los delitos cometidos.
El
orden y la justicia
En uno de los extremos de la plaza del pueblo se
encontraba el “rollo”: una columna de madera dura erigida
sobre una base de piedra, la que lo elevaba algunos centímetros
por encima del nivel natural de la plaza, dándole una presencia
prominente. Ese objeto inmóvil allí presente, soportando el
paso del tiempo, los días y las noches, los soles y las
lluvias, siempre ante la vista de todos, era el símbolo temido
de la justicia y de la vergüenza pública.
Las cárceles eran muy raras en las reducciones. La pena de
muerte no existía, tampoco el trabajo forzado era utilizado
como castigo. Todo se resumía en detener a aquél que había
violado alguna norma, atarlo abrazado al rollo y azotarlo en público.
Luego el reo debía reconocer públicamente su falta y pedir
perdón al Cura. Si así no lo hiciera, era vuelto a azotar
hasta que mostrara arrepentimiento.
Cuenta el padre Antonio Sepp al respecto: “Si alguien
pregunta: ¿De qué modo soléis castigar a estos indios?,
contesto brevemente: Como un padre a sus queridos hijos, así
castigamos a aquellos que lo merecen. Naturalmente, no es el
Padre, sino el primer indio que venga, quien toma el látigo
–aquí no tenemos azotes de abedul o semejantes– y no
castiga al delincuente de otro modo que como un padre suele
azotar a su hijo o un maestro a su aprendiz en Europa. De esta
manera son azotados grandes y pequeños, y también las
mujeres.”
Todos los delitos eran resueltos en el ámbito del pueblo, por
el Cabildo y el Cura. Unicamente en caso de crímenes graves,
las causas eran giradas al P. Superior y eventualmente al
Gobernador. |