El
fin de la obra misional: la expulsión
La
Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola en 1540,
constituyó el fenómeno más relevante de la historia eclesiástica
de la Edad Moderna. Se distinguía en el clero regular por su
organización disciplinada, la férrea voluntad de sus
integrantes y su universalismo. Sus concreciones evangelizadoras
en los nuevos mundos conocidos y la gran influencia en los círculos
culturales y educativos provocaban admiración y respeto por
parte de la mayoría de la sociedad. Pero su incondicional
obediencia al Papado en épocas de difíciles relaciones entre
los poderes temporal y espiritual estimuló los recelos,
envidias y enconadas enemistades en los ámbitos ilustrados de
la Europa de las Nuevas Ideas.
No obstante, mientras la Compañía era discutida
–principalmente en los círculos palaciegos de la Europa
latina–, multiplicaba el número de sus integrantes, creaba
nuevas universidades, casas y colegios, incrementaba sus bienes
patrimoniales destinados al sostenimiento de sus obras y se
diseminaba por el mundo en una acción evangelizadora única e
irrepetible.
En el siglo XVIII arreciaron los ataques contra la Compañía,
fundamentalmente desde las voces de influyentes filósofos
enciclopedistas y reyes absolutistas que veían en los Jesuitas
los principales opositores en su afán de disputarle el poder al
Papa. Los calificaban de “ultramontanos” por su apoyo al
Sumo Pontífice contra las tendencias nacionalistas en las
Iglesias europeas. Otra causa de resentimiento fue el hecho de
que la mayoría de los confesores de los principales monarcas
eran sacerdotes jesuitas. Y los confesores ejercían gran
influencia en los ambientes palaciegos porque eran una combinación
de teólogos, sacerdotes, asesores y administradores eclesiásticos.
Hacia mediados del siglo XVIII la influencia de un gabinete
ilustrado incentivó a una fuerte presión de la monarquía española
para conseguir del Papado mayores poderes en cuestiones eclesiásticas.
Resultado de ello fue el Concordato de 1753, por el cual el Rey
de España, Fernando VI había conseguido del Vaticano el
ejercicio del patronato universal que permitía la injerencia
del monarca en muchas cuestiones que anteriormente eran
inherencia exclusiva del Papa. Su sucesor, Carlos III, rey español
desde 1759, con una formación marcadamente regalista utilizó
ese derecho para expulsar a los Jesuitas de todos los dominios
españoles del mundo. El documento legal de la expulsión fue La
Pragmática Sanción del 27 de febrero de 1767, cuya aplicación
se ejecutó en la Metrópoli el 2 de abril de 1767. Este hecho
constituyó la decisión más trascendente tomada acerca de
cuestiones eclesiásticas durante el siglo XVIII.
Probables
razones de la expulsión de los jesuitas
Los historiadores aún hoy toman diferentes posturas
frente a las verdaderas razones que impulsaron a Carlos III a
tomar tan drástica decisión. Para colmo, la primera parte del
informe que realizó el Consejo Extraordinario de Castilla,
consultado para la determinación de la expulsión de los
jesuitas, se extravió a principios del siglo XIX, lo que
dificulta aún mas el desentrañamiento de las reales
intenciones de Carlos III. Pero la mayoría coincide en la
influencia sobre el rey español de altos funcionarios
enciclopedistas no sólo de la corona española, sino también
de las vecinas monarquías francesa y portuguesa. Ilustrados
como Sebastiao Jose de Carvalho e Mello, Marqués de Pombal,
(este año se celebra el III centenario de su nacimiento)
secretario de estado del rey José I de Portugal o el Conde de
Aranda e incluso algunos sacerdotes regalistas se propusieron la
destrucción de la Compañía de todas las regiones en las que
llevaban a cabo sus misiones. Eran épocas en las cuales se
alentaba lo racional y científico contra el privilegio y la
religiosidad intolerante, adonde se incluía a los seguidores de
San Ignacio de Loyola.
Carlos III sólo dio la explicación de su fatal decisión
explicando que era necesaria “para mantener el orden público”.
Se acusaba a los jesuitas de haber provocado el “motín de
Esquilache”, una revuelta ocurrida en Madrid entre marzo y
abril de 1766, que nunca se comprobó pero que sirvió como
excusa al rey de España.
La decisión del rey borbón fue precedida de similares
determinaciones tomadas en Portugal y Francia, lo que sin dudas
animó al rey español.
La Corona portuguesa ya había expulsado a los Jesuitas de todos
sus dominios en 1759, con la directa intervención del Marqués
de Pombal. Éste inculpaba a los Jesuitas de impedir la
prosperidad colonial portuguesa, que había empezado a decaer
después de la Guerra guaranítica, consecuencia del Tratado de
Límites de 1750. En realidad, la razón de la debacle económica
de Portugal a partir de entonces fue la crisis del oro en Brasil
causada por el vaciamiento de las principales minas y por el
alto costo de producción. Pero los pueblos guaraníticos eran
totalmente ajenos a esa situación. También aseguraba este
influyente político, que los Jesuitas habían incitado a la
rebelión de los guaraníes en los tristes episodios de 1750.
Algunos historiadores sostienen incluso que Pombal fue el autor
de un famoso panfleto antijesuítico que circuló por Europa en
1757 que acusaba a los jesuitas de tratar a los guaraníes como
esclavos y que las misiones se administraban para promover los
intereses comerciales de la Orden, no en beneficio de los
indios. Los responsabilizaba también de haber formado una república
independiente en el Paraguay, sin obediencia al Papa ni a los
reyes de España y Portugal y que enseñaban sólo el castellano
y a guardar fidelidad sólo al rey de España, en momentos
claves de la demarcación de los límites entre España y
Portugal.
Otro panfleto anónimo que circuló por Europa en 1756 se
titulaba Histoire de Nicolás I: Roy du Paraguay et Empereur des
Memelus (Historia de Nicolás I, rey y emperador de los
Mamelucos). El mismo narraba el absurdo de la existencia de un
ejército de 6000 hombres comandado por un rey jesuita, Nicolás
I, entronizado el 27 de julio de 1754.
Pero estos escritos, por más disparatados que hoy parezcan,
tuvieron en aquella época una notoria repercusión en los
ambientes más importantes de Europa. Lo cierto es que, por éstas
y algunas otras razones, el 3 de septiembre de 1759, a pesar de
la negativa del Papa, el rey José I, de Portugal declaró que
los Jesuitas habían sido expulsados de Portugal y de su
imperio.
En Francia, por otra parte, con quien España había firmado el
Pacto de Familia en 1761, se tomó la misma decisión en 1764,
precedida de un escándalo financiero promovido contra un
sacerdote de la Compañía en las Antillas.
Todos estos monarcas coincidían en sus ideas regalistas, para
afirmar sus derechos soberanos en asuntos eclesiásticos, a
expensas del Papa, lo que permite considerar que los Jesuitas
fueron condenados por constituirse en una férrea milicia papal
en defensa de los intereses de la Iglesia. Los soberanos preferían
una Iglesia manejable. La expulsión de los Jesuitas fue una
advertencia al clero regular para que no se opusieran a los
intereses de la Corona.
La Pragmática Sanción de expulsión de la Compañía de Jesús
de todos los territorios españoles fue hecha efectiva el 2 de
abril de 1767. Unos 6000 religiosos fueron deportados de la península
ibérica y 1843 de Hispanoamérica. El Conde de Aranda, con fina
ironía, escribió al Papa Clemente XIII que “enviaba de
regalo a estos Jesuitas para que los mantuviera en su inmediata
y santa obediencia”. De este modo, sin formar causa alguna,
los sacerdotes de la Compañía eran erradicados de España.
Clemente XIII, considerando una ofensa a su autoridad esta
decisión del rey español, decidió no aceptarlos en los
Estados Pontificios, por lo que estos 8000 religiosos anduvieron
errantes durante más de un año, hasta que el Papa se apiadó
de ellos y les abrió las puertas en septiembre de 1768. A
partir de allí algunos se instalaron en Bolonia, otros en Milán,
Ferrara y otras ciudades de los estados del Papa.
En junio de 1767, el gobernador de Buenos Aires, Francisco de
Bucarelli recibió la orden de expulsión de los Padres del
territorio rioplatense. En septiembre, 224 sacerdotes de los
colegios jesuitas de Córdoba y Buenos Aires fueron extrañados
de estas tierras.
Para ejecutar la orden en los pueblos guaraníticos se tomaron
muchas precauciones para evitar la repetición de los hechos
sucedidos en la Guerra Guaranítica pocos años atrás.
Respuestas
de los guaraníes a la expulsión
El Conde de Aranda, ministro de la corte española,
fue el encargado de instruir al gobernador de Buenos Aires,
Francisco de Bucarelli para la formalización del extrañamiento
de los sacerdotes de su jurisdicción. Un año se demoró el
cumplimiento de la orden merced a los minuciosos preparativos
que se tomaron por temor a la actitud que podrían tomar los
guaraníes de las misiones. Otra razón de esta demora fue la
dificultad de encontrar sustitutos para los jesuitas. La condición
de saber la lengua guaraní limitaba mucho la designación de
los reemplazantes. Por ello, la mayoría de los sucesores provenían
de localidades donde el guaraní no era extraño, como Asunción
y Corrientes.
Se planificó un fuerte aparato militar con fuerzas bonaerenses
y correntinas. Constituían la tropa tres compañías de
caballería, sesenta granaderos y doscientos soldados de
milicia. Con este ejército Bucarelli fue capturando, sin
resistencia alguna los sacerdotes de los treinta pueblos,
operación que le llevó cuatro meses de concretar entre mayo y
agosto de 1768. En cada pueblo se notificaba a los jesuitas a
cargo de la orden real, se verificaban los Inventarios que debían
estar preparados con anterioridad y se colocaba a los nuevos
sacerdotes y administradores. Los curas, por su parte, debían
entregar las llaves de los principales edificios: el templo, la
casa de los padres, la biblioteca. Una vez formalizado este acto
se los encarcelaba para remitirlos luego junto con los curas de
los otros pueblos al Puerto del Salto, desde donde eran
embarcados a Buenos Aires.
Al momento de la expulsión habían 77 misioneros en los 30
pueblos: 42 españoles, 13 alemanes, 11 rioplatenses, 8
italianos, 2 húngaros y 1 francés. Todos ellos, salvo el Padre
Segismundo Asperger, muy anciano y enfermo, que murió poco
después en Apóstoles, fueron enviados sólo con sus
pertenencias personales a Buenos Aires, desde donde se los
embarcó a los Estados Pontificios, previa estadía en Cádiz.
Muchos de ellos se dedicaron desde entonces a escribir sus
experiencias en la Provincia del Paraguay, lo que constituye una
fuente importantísima de estudio para la historia de la región
misionera.
Los sacerdotes jesuitas fueron reemplazados por clérigos
dominicos, franciscanos y mercedarios. A pesar de ser una
condición requerida, no todos conocían la lengua guaraní, lo
que a la postre sería fatal en la nueva relación establecida
entre los guaraníes y los recién llegados. En cuanto a los
administradores españoles elegidos para la atención política
de los pueblos no hay constancia de que conociesen el guaraní,
idioma casi único entre la mayoría de los habitantes de los
pueblos.
Cuesta entender la docilidad experimentada por el pueblo guaranítico
que apenas una quincena atrás había provocado una sangrienta
rebeldía a la decisión real de extradición de las reducciones
orientales. Se terminaba un proceso evangelizador y civilizador
de un siglo y medio. Por lo menos diez generaciones habían
pasado bajo la tutela de los jesuitas. Sin dudas hubo un trabajo
de convicción muy bien planificado por los religiosos, que querían
evitar una nueva sangría en la región.
Un reciente trabajo de la Dra. Bárbara Ganson de la Florida
Atlantic University arroja datos muy novedosos de este proceso.
Ella argumenta que existió un fino trabajo de persuasión por
parte del gobernador Bucarelli hacia los principales caciques de
los cabildos de los pueblos guaraníticos, quienes fueron
convocados a Buenos Aires en septiembre de 1767. Allí fueron
atendidos como nobles, ofreciéndoseles toda clase de agasajos,
desde el rezo de una Misa especial para ellos en la Catedral
porteña oficiada por el Obispo de Buenos Aires, hasta vestirlos
con ropas europeas y obsequiarles presentes hasta entonces
desconocidos para ellos. Participaban en esos agasajos las más
altas autoridades coloniales de Buenos Aires. En marzo de 1768,
pocos meses antes de la extradición de los jesuitas de los
pueblos guaraníes, sesenta corregidores y jefes enviaron una
nota en guaraní al rey Carlos III, expresando su gratitud por
las distinciones de las que fueron objeto y expresando sus
deseos “...de tener algunos de sus hijos como sacerdotes en
los pueblos...”. Sin dudas, el tono conciliatorio de la nota
reflejaba la influencia de los curas jesuitas en su redacción.
El mismo Nicolás Ñeenguirú, jefe de la resistencia guaranítica
en Caáibaté fue visitado por Bucarelli en la misión de
Trinidad en septiembre de 1768, ya retirados los jesuitas, y
tratado con la misma nobleza que los otros caciques y
corregidores meses atrás en Buenos Aires. Con ello el
gobernador se ganaba la adhesión y fidelidad de los más
importantes jefes guaraníes de los pueblos.
Pero los problemas no tardarían en llegar. Apenas un año después
de la expulsión, ciertos pueblos mostraban disconformidad con
los curas recién llegados. En Santos Mártires, por ejemplo, el
corregidor del pueblo manifestaba su resentimiento por los
excesos del nuevo sacerdote que los golpeaba y sometía a
ciertos abusos. Los pueblos recién fundados de San Joaquín y
San Estanislao, con indios tobatí-guaraníes quedaron casi
totalmente despoblados en 1769, debido a su poca experiencia
reduccional, aprovechando las nuevas circunstancias.
Ya eran claros indicios de las graves consecuencias que para los
pueblos misioneros guraníticos traería la expulsión de los
jesuitas de la Provincia del Paraguay. Apenas tres décadas
después el despoblamiento sería dramático, la miseria
generalizada, los pueblos casi olvidados por las autoridades,
las estancias comunitarias repartidas entre propietarios
particulares y los guaraníes sometidos a su arbitrio. |