La
edificación de una reducción
Hemos
tratado el tema del ordenamiento urbano de las reducciones. Pero
resta explicar cómo se construían los edificios ¿Qué técnicas
y qué materiales se utilizaban? ¿Cuánto tiempo, trabajo y
esfuerzo exigían a los guaraníes de los pueblos esas
monumentales obras? Éstas son algunas de las preguntas que nos
surgen al contemplar maravillados los restos arquitectónicos de
los impactantes conjuntos jesuíticos en ruinas.
Las antiguas aldeas guaraníes construidas en material vegetal,
dieron paso a ciudades de piedra, sólidamente construidas en
medio de la selva. Ciudades que podían albergar hasta un máximo
de 7.000 habitantes, con sus calles y viviendas reflejando el
orden predicado desde el sistema reduccional. Todo en perfecta línea
y orden, únicamente el templo, la residencia y las capillas se
elevan con su techumbre de tejas por encima del nivel común de
los techos de las viviendas. Nada existe fuera de los previsto,
ningún edificio, ningún muro, ninguna columna. Todo está
administrado: las formas, las líneas, los niveles del
terreno... hasta el número de puertas y las ventas que deben
tener las casas.
En la historia de la arquitectura de los pueblos misioneros
intervinieron un conjunto de factores que confluyeron en esa inédita
experiencia de evangelización, dando las características tan
peculiares a los componentes edilicios de la reducción. La
tradición estética del estilo barroco europeo es uno de esos
factores. Pero junto a ese barroquismo de las formas, hay mucho
de contenido típicamente americano o más concretamente
regional, no sólo en lo que respecta a cierta concepción estética,
sino también respecto de los materiales, procedimientos y
tecnologías de construcción empleados.
El
diseño y la edificación de una reducción
Una de las descripciones más pintorescas acerca del
modo en que se fundaba una reducción es la que se refiere a San
Juan Bautista. La fundación había sido realizada en el último
decenio del siglo XVII por el Padre Antonio Sepp con pobladores
de la reducción de San Miguel. Dice el testimonio del propio
fundador: “No aprendí, por cierto, con ningún arquitecto cómo
hay que trazar un pueblo. Pero he viajado por tantos países y
provincias que me di cuenta de cómo muchas aldeas, ciudades y
villas europeas han sido construidas casi sin orden por sus
fundadores y cómo sus sucesores las han ampliado sin sistema
(...) Yo quería evitar éstos y otros errores y trazar mi
pueblo metódicamente, según las reglas del urbanismo. La
primera condición con la cual debía cumplir fue la medición y
el amojonamiento de los terrenos para la construcción de las
casas con el cordel del agrimensor (...) En el centro tuve que
alinear la plaza, dominada por la iglesia y la casa del párroco.
De aquí debían salir todas las calles, siempre equidistantes
una de la otra. Una buena distribución en este sentido
significaba una ventaja extraordinaria y, al mismo tiempo, el
mejor adorno para el pueblo. El cura puede, así, viaticar a sus
parroquianos de la manera más rápida y cómoda (...) La plaza
era de cuatrocientos pies de ancho y quinientos pies de largo. A
ambos lados de la iglesia se elevan, como en un anfiteatro, las
casas de los indios, formando filas bien ajustadas (...) De la
plaza salen las cuatro calles principales, construidas en forma
de cruz, que miden a lo ancho sesenta metros y a lo largo más
de mil, y llevan al campo en todas direcciones...”
La descripción que realiza el Padre Sepp de la fundación de
San Juan Bautista posee un tono acentuadamente personal, sin que
por ello deje de ser real. En la concepción del diseño de la
reducción prevalece la idea del orden y de la racionalidad, con
un sentido muy concreto, como lo es el de asistir
permanentemente a la población en sus necesidades. Pero tampoco
está ausente el interés por lo estético, especialmente cuando
se trata de una adecuada disposición de las calles.
Pero, ¿cómo se edificaba una reducción? Más allá de las
apreciaciones teóricas sobre el diseño y edificación de un
pueblo, éste era un hecho que podría traducirse en dos
conceptos: esfuerzo y trabajo indígena. Luego de elegirse el
terreno apropiado comenzaba la tarea de proyectar el futuro
pueblo, tarea que habitualmente estaba a cargo del Padre jesuita
y sobre lo cual no había mucho que esforzarse, pues existían
normativas precisas al respecto, además del asesoramiento de
arquitectos y constructores de la propia Compañía de Jesús.
La descripción del ejemplo mencionado de San Juan Bautista podría
ajustarse a cualquiera de los asentamientos provisorios que
procedieron a construir su infraestructura definitiva a partir
de la segunda mitad del siglo XVII.
El trabajo de construcción del pueblo era una tarea que se
emprendía desde el asentamiento provisorio o de un campamento
instalado en un sitio cercano. Curiosamente, el primer paso no
era construir, sino cultivar los campos y aquerenciar el ganado
en el nuevo sitio, pues había que asegurar la alimentación de
la población para el momento en que ésta se trasladara a vivir
en el nuevo pueblo. Cuando los campos se hallaban labrados y la
semilla puesta en el surco, los hombres concurrían a la búsqueda
de los materiales necesarios para el inicio de los trabajos.
Algunos grupos se dirigían al monte a talar los árboles
necesarios para obtener madera para vigas, horcones,
tirantes,etcétera. Otros se dirigían a preparar la arcilla
necesaria para las tejas a utilizar en los nuevos edificios.
Algunos comenzaban con la tarea de tallar las piedras que servirían
para las paredes, mientras que otros comenzaban en el sitio
elegido levantando las primeras viviendas y la estructura del
templo, de la residencia y de los talleres. Ésta era una tarea
que demoraba meses o más de un año. Recién cuando las
viviendas estaban acabadas y en condiciones de ser habitadas, la
población abandonaba el antiguo asentamiento o campamento y se
trasladaba masivamente al nuevo, ocupándolo. Lo que restaba se
realizaba estando ya en el nuevo pueblo, como por ejemplo
terminar la nivelación de la plaza, el muro de la huerta, el
techado con tejas de las viviendas en reemplazo de la cubierta
vegetal, la ornamentación del templo y todo aquello que tuviera
relación con la estética del asentamiento.
Las reducciones eran asentamientos que en su faz edilicia se
construían íntegras. No crecían en función de algún núcleo
o asentamiento humano inicial primigenio que las diera origen en
forma espontánea. Se formaban porque había un plan y una
decisión en dicho sentido. Inclusive su crecimiento tenía un límite:
las tiras de viviendas se agregaban a medida que la población
crecía, pero si ésta llegaba a los 6.000 o 7.000 habitantes,
el crecimiento se detenía y la reducción se dividía y daba
lugar a un nuevo pueblo o auxiliaba en población a otra que
pudiera hallarse atravesando por una caída demográfica.
El orgullo que sentían los guaraníes por sus reducciones, el
amor que manifestaban por ellas, nacía en gran medida de la
magnífica experiencia de haberlas construido con sus propias
manos.
Pueblos
de “ñaú” y ramas
Estamos habituados a apreciar la arquitectura de las
reducciones partiendo de la imagen ofrecida por las ruinas de
San Ignacio Miní, San Miguel, Jesús o Trinidad. Entonces,
cuando pensamos en una reducción, nos imaginamos un pueblo
construido íntegramente en piedra. Sin embargo, los ejemplos señalados
constituyen el punto culminante de una evolución edilicia que
no todas las reducciones alcanzaron. La mayoría tenía un
aspecto bastante diferente en lo que respecta a los componentes
constructivos.
Recién en el año 1714 se recomienda en los memoriales
insistentemente que los edificios debían levantar sus cimientos
de piedra fuera de la tierra hasta una vara, para continuar
luego la construcción como era tradicional en adobe o tapia
francesa. Efectivamente, durante el siglo XVII, y en muchos
pueblos aún durante el siglo XVIII, las construcciones eran
realizadas en adobe, tapia y tapia francesa. El adobe era un
ladrillo crudo, la tapia era una pared compuesta por tierra
seleccionada y fuertemente apisonada mediante un sistema de
encofrado, y la tapia francesa consistía en un muro compuesto
por una mezcla de ramas y arcilla. Los pueblos provisorios del
siglo XVII eran construidos con estos sistemas, razón por la
cual sus ruinas hoy no presentan muros en elevación, pero sí
un gran número de montículos de adobe y tapia derruidos. Los
vestigios de la reducción de San Miguel (1638-1687), ubicados
al norte de Concepción de la Sierra, son un claro ejemplo: allí
las piedras son muy raras, ya que el pueblo estaba construido íntegramente
en adobe y tapia, compuesta por el ñaú que se obtenía del
terreno bajo adyacente al arroyo Pesiguero.
Posteriormente a la primera década del siglo XVIII, los guaraníes
de las reducciones comenzaron una intensa tarea de reconstrucción
edilicia. Los muros de las viviendas, templos, residencias,
talleres, huertas, fueron renovándose incorporando los bloques
de piedra como parte integrante de la pared, hasta 0.80 metros
en las viviendas y hasta 1.50 metros en los edificios de mayor
porte. Luego, por encima de aquella base de piedra, la pared
continuaba en adobe o tapia. El nuevo sistema constructivo
otorgaba mayor solidez y perdurabilidad a los muros, acentuados
aún más con galerías que los resguardaban del agua de las
lluvias y del sol. Hoy pueden observarse vestigios de esta
tipología constructiva por ejemplo en la totalidad de las
ruinas de San José; en Santa María la Mayor, Santa Ana, Corpus
Christi, Loreto, principalmente en el sector periférico del área
de viviendas.
El sistema constructivo compuesto por la combinación de la
piedra, el adobe y la tapia exigía una tarea de mantenimiento
continuo de las edificaciones, pues los dos últimos componentes
señalados eran muy vulnerables a los efectos del medio
ambiente. Aun con los inconvenientes señalados el adobe y la
tapia eran los materiales que predominaban en la mayoría de las
reducciones. Probablemente porque los yacimientos de ñaú, la
materia prima, abundaban en la geografía misionera y los
procedimientos para su obtención y elaboración resultaban muy
simples. La utilización de esta materia prima cubría un
espectro muy amplio de la realidad material de las reducciones.
El ñaú no sólo estaba presente en las paredes, también lo
estaba en los cántaros, en la vajilla utilizada diariamente, en
la cerámica de los pisos, en las tejas de los techos, en
algunas imágenes religiosas y objetos de ornato. Era un
componente material presente en la cultura guaraní desde la época
prehispánica, pero que en el ámbito de las reducciones se vio
técnicamente potenciado y perfeccionado en su aspecto
funcional.
La
piedra o la aspiración a la eternidad
En la década del 40 del siglo XVIII se produce una
nueva tendencia constructiva en las reducciones. Se comienza a
recomendar en los memoriales que los edificios sean construidos
íntegramente en piedra, y que se abandone el uso del adobe y la
tapia. La recomendación del uso de la piedra se extendía también
a los horcones y a las columnas de las galerías.
La puesta en práctica de este nuevo sistema constructivo exigía
un gran esfuerzo humano y técnico. Aunque no escaseaban las
canteras de arenisca y de itacurú, explotarlas implicaba una
tarea ardua y técnicamente compleja. La renovación edilicia
fue un proceso lento que comenzó con los templos, las
residencias, talleres y siguió luego con las tiras de viviendas
que rodeaban la plaza, para avanzar más tarde sobre las
siguientes tiras.
En algunos pueblos, como en San José, la renovación nunca se
inició, mientras que en otros, como en San Ignacio Miní, llegó
a un alto grado de desarrollo.
La explotación de las canteras fue intensiva durante aquel período.
Los bloques de piedra eran extraídos de los yacimientos y
sometidos a un rústico tallado en el mismo sitio. Luego se los
trasladaba hasta la plaza del pueblo en donde eran
perfeccionados en la talla, hasta darles las características
necesarias para la obra.
Las ruinas mejor conservadas son precisamente las de aquellos
pueblos que renovaron sus edificios en piedra, logrando por ello
una mayor persistencia en el tiempo. En cambio aquellos que
estaban construidos predominantemente con adobe y tapia, hoy se
evidencian bajo la forma de montículos de esos materiales que,
aunque no poseen monumentalidad estética, sí constituyen un
invalorable testimonio arqueológico.
Los
arquitectos jesuitas
La envergadura de las obras arquitectónicas
emprendidas en las reducciones necesariamente requerían del
diseño de arquitectos, especialmente cuando se trataba de los
templos, de la residencia y de los talleres.
La Compañía de Jesús se preocupó constantemente por contar
entre sus integrantes con personas capacitadas en el arte de la
construcción. Uno de los primeros en actuar en las misiones de
guaraníes fue el Hermano Bartolomé Cardenosa, quien
aparentemente no era arquitecto, pero tuvo una destacada
participación en la construcción de los templos de algunas
reducciones, por ejemplo en la Reducción de San Nicolás en
1634.
En el año 1674 se menciona al Hermano Domingo Torres como
arquitecto, dirigiendo la construcción de edificios en la
reducción de San Carlos. En la misma época se construían los
templos de Loreto, Santo Tomé y San Ignacio Miní.
A fines del siglo XVII llegó al Río de la Plata el Hermano
Juan Krauss. Junto con el Padre Antonio Sepp diseñó y dirigió
la obra del templo de la reducción de San Juan Bautista,
dirigiendo además obras en diversos pueblos de las misiones.
Fuera de las misiones guaraníes, tuvo una intervención
significativa en la construcción del templo de San Ignacio en
la ciudad de Buenos Aires, en el colegio de los jesuitas de Córdoba
y en el de Buenos Aires. Falleció en 1714.
Luego de la muerte del Hermano Juan Krauss, surge la figura del
Hermano Juan Wolff como constructor de iglesias y capillas.
Dirigió obras en Buenos Aires, Tucumán, Salta, Tarija, Jujuy.
Contemporáneo de Juan Wolff era el arquitecto Hermano José
Brasanelli, quien tuvo una particular actuación profesional en
los pueblos misioneros. En el año 1718 se hallaba dirigiendo
las obras de construcción de la iglesia de la reducción de
Itapúa. Intervino también en los templos de las reducciones de
Nuestra Señora de Loreto, de San Borja, San Javier, San Ignacio
Miní y otras más. Desarrolló su tarea en los pueblos
misioneros entre los años 1715 y 1728, año en que falleció en
la reducción de Santa Ana. Su originalidad estuvo dada por la
incorporación de las torres campanarios y las cúpulas de media
naranja a la estructura de los templos.
En el año 1747 fallecía en la reducción de Candelaria un
notable arquitecto, el Hermano Juan Prímoli. Este arquitecto
tuvo la iniciativa de transformar la tradicional arquitectura de
los pueblos, reemplazando el adobe y la tapia de las
construcciones por la piedra. Sus obras más notables son los
imponentes templos de las reducciones de San Miguel y de
Trinidad. Trabajó también en el pueblo de Concepción, donde
refaccionó el templo transformándolo en uno de cinco naves con
una magnífica fachada construida íntegramente en piedra y
ornamentada con nichos y esculturas. Junto al Hermano Prímoli
trabajó el Hermano Andrés Blanqui, quien en el año 1738
comenzó a desempeñarse como arquitecto en las reducciones de
las misiones. Algunos años antes, habían realizado
conjuntamente el diseño y la dirección de las obras de la
Catedral de Córdoba y del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires.
Otro notable arquitecto fue el Padre Antonio de Ribera, quien en
el año 1767 se hallaba dirigiendo las obras del templo de la
reducción de Jesús, proyecto que quedó trunco al concretarse
en el año 1768 la expulsión de los jesuitas.
Los constructores señalados fueron los que más influyeron en
el diseño y en la arquitectura de los pueblos misioneros.
Existieron otros que también intervinieron en las reducciones,
pero sobre sus obras sabemos muy poco, debido a la escasa
documentación hallada. Quedan sus nombres registrados en la
historia, tal el caso del Hermano José Gómez, el Hermano Juan
Ondícola, el Hermano Antonio Harls, el Padre Bruno Morales, los
Hermanos Dionisio de Fuentes y Francisco Mareca, entre otros más. |