Don Zygmunt

Lunes 22 de diciembre de 2014

Encontrarse con Zygmunt Kowalski siempre hizo que su saludo, hacia quien no es artista ni mucho menos, resultara el viceversa iluminado de la celebración del encuentro. Entonces su sonrisa tan gentil nos elevaba a la par suya, y uno, enano admirador de su arte y persona, sentía que ese gesto devuelto era casi inmerecido. Resultaba una cualidad suya: la humildad de descender al nivel del circunstancial saludador. Y enseguida descubríamos en cada anécdota, reflexión y consejo suyos compartía, como quien mira al cielo o al fondo de un abismo, viñetas de cuánto habían visto sus ojos, además de lapachos florecidos y paisajes vestidos de claroscuros. No importaba demasiado el ámbito: podía uno hallarlo sentado en un banco de la vieja plaza 9 de julio, o en el bar Español (en su mesa contra la pared, a veces solo con su café, leyendo, otras con su amigo Mandové…) o en alguna de sus exposiciones (cuando Moharra Cambas le festejaba la elección del vino…). Una cosa, singular y curiosa, me conmovió una vez. La familia Carugo (Gisela y su hija Valeria) lucía sobre el muro del living un extraño cuadro de don Zygmunt que reflejaba una escena poco abordada en su catálogo: un rozado. Allí, los árboles que él tan bien conocía no exhibían sus flores ni sus formas, ni sus silencios; ahora ardían en el lienzo, crepitaban, se quejaban, se iluminaban bajo las llamas. Se convertían en ceniza.
Don Zygmunt - que había nacido en Torún, en Polonia, en el mismo pueblo que nació Nicolás Copérnico - falleció a los 88 años en Oberá el 21 de diciembre del 2011. Al día siguiente, la infausta noticia copó los titulares de los diarios misioneros y en sus exequias conocimos a su amigo de muchísimos años, don Vladimir Sudoruk, quien aportó también la revelación de un secreto, por llamarlo de algún modo: Don Zygmunt lo había hecho posar, mate en mano para su cuadro El chacarero triste. Lo evocamos aquí, a tres años, entonces, desde la inmensa tristeza de los pinceles que se volvieron daltónicos.

Aguará-í