Cruzaron en canoa y tuvieron que escaparse de una “pizzería burdel”

Domingo 20 de julio de 2014
Frontera para todo. | La ruta de la Triple Frontera, escenario de constantes cruces para la trata de personas.
Levantó el teléfono, miró su reloj y dudó. Eran  las 2.30 del martes 28 de octubre de 2008. Pensó que llegó su oportunidad de trascendencia al frente de la sección Comandante Andresito de Gendarmería Nacional. Juntó decisión y marcó el número de la casa del juez federal, quien lo atendió en persona luego de tres tonos. Le explicó que tenía a dos jóvenes que querían radicar una denuncia tras haber escapado de un “supuesto” burdel. Fueron cinco minutos los que le llevó terminar la conversación. Mientras colgó el aparato, miró a los gendarmes que lo aguardaban parados frente a la puerta de su despacho y caminó junto a ellos por un pasillo largo. Antes de ingresar a otra habitación, ordenó: “Organicen un operativo de emergencia, salimos ya”.
El escenario descripto fue real y es uno de los primeros ocho casos que fueron a juicio en la provincia de Misiones y contado en el libro Historias del cuerpo: crónicas de esclavitud sexual. Se trata de una publicación auspiciada por el Ministerio de Derechos Humanos de Misiones y escrita por el periodista Adrián Fain.

Las hermanas Sofía y Ana
Sofía, de 18 años, y Ana, de 16, esperaban la llegada del tío Roque. Él les había prometido que tenía una “muy buena oferta para hacerles”. Ellas se la rebuscaban limpiando casas en Ciudad del Este, Paraguay, para poder ayudar a su madre en la manutención del hogar, aunque ambas soñaban con tener una vida mejor, con la plata necesaria para comprarse todo lo que veían a través de la televisión. Se llevaban muy bien y compartían intereses parecidos.
Hacía mucho calor ese domingo, aunque la lluvia era persistente. Prepararon un tereré con hierbas para esperarlo. Las acompañaba su madre, que pretendía conocer los pormenores de la propuesta. Roque llegó acompañado de su hija Gilda, quien se mostró contenta de verlas porque, según dijo, trabajarían juntas. Sin perder tiempo, les dijo que trabajarían de mozas en un restaurante de Andresito. Les dijo que estaba en la provincia de Misiones, en Argentina. “Es de muy buen nivel”, repetía el hombre cada vez que la ocasión lo permitía. La oferta incluía la ropa de trabajo y clases de cocina. Lo mejor consistía en las ganancias: “Les van a dar un millón de guaraníes cada 15 días”. Era mucho más de lo que aspiraban a ganar si se quedaban en su casa. Ambas sonrieron y no ocultaron su alegría. Pensaron en la oportunidad de progreso que, para tomarla, debían esperar que parara de llover. Todos juntos cenaron y durmieron esa noche.
Al amanecer, ya con sol, Roque fue el que primero que se levantó e indicó a las jóvenes que hicieran sus bolsos pero que no llevaran demasiado: “Ya van a tener plata para comprarse ropa nueva y venir a visitar a su mamá”. Tras los saludos y promesas de volver pronto, los cuatro partieron. Caminaron un rato hasta llegar a la costa del río Paraná que bordearon durante otro largo trecho. Escondida, entre los matorrales, vieron una canoa que el tío comenzó a preparar y acomodar. Nadie dijo nada porque tampoco había mucho para reprochar en esa búsqueda de mejorar las condiciones de vida.
Subieron y Roque comenzó a empujar la embarcación desde la costa hasta que ingresó de un salto. Miró hacia los costados para estar seguro que nadie lo observaba. Ana y Sofía tenían miedo, ninguna sabía nadar, pero su tío las tranquilizó mientras Gilda se burlaba de esa condición. “Qué miedosas resultaron ser estas chicas”, repetía incansablemente mientras se sostenía de la guía del motor.
El rugido del motor no logró esconder el canto de los pájaros: incesante aunque invisible en la profundidad de la selva. Ana pensó en lo hermoso que era el paisaje, aunque volvió a sentirse preocupada cuando la correntada golpeó por el costado de la canoa y se produjo una serie de vaivenes y los tripulantes se mojaron. “No se preocupen, estamos en el centro; cuando nos acomodemos a la corriente estaremos más tranquilos”, aseguró el tío. Lentamente se posicionaron y volvieron a estabilizarse. El sol, y su reflejo en el agua, elevó la temperatura: Gilda se inclinó, juntó sus manos, las hundió en el río y se refrescó. Las otras dos chicas la imitaron.
Llegaron a la costa. Ya estaban en la Argentina, pero no podían ver más allá del intenso bosque que se levantaba unos metros más atrás del barranco.
Roque sabía que era un buen sitio para camuflar su ingreso ilegal. Orilló la embarcación, saltó al agua, tomó la soga hasta llevarla hasta un madero en donde la ajustó. Gilda se bajó de un salto a la orilla, Ana la siguió. Sofía, en cambio, trató de hacer pie y terminó enterrando sus zapatillas blancas en el barro. No hubo tiempo para lamentarse porque debían seguir rumbo. Sólo el hombre tenía su documento y permiso para estar en el país.
Se sumergieron en la inmensidad de la selva misionera. La travesía parecía no terminar nunca. Ana tenía sed y la intranquilizaba el cansancio que podía ver en los ojos de la hermana. No lo mencionó. Sabía que ambas pensaban lo mismo. Caminaron cerca de cinco kilómetros en silencio. El hombre vio la ruta nacional 12 y alentó a sus seguidoras a continuar hasta el pavimento gris que separaba la coloración naranja de la tierra misionera. Aguardaron un rato al costado del camino hasta que vieron llegar un colectivo que frenó ante sus señales. Juntaron el dinero que cada uno tenía y pagaron el pasaje que las transportaría a Colonia Wanda. Las jóvenes no habían abandonado su incertidumbre, aunque sí el cansancio al recostarse en los asientos del transporte público.
Cuando llegaron a destino, Roque pidió al chofer que los bajara frente a un restaurante de fachada verde. Ana sugirió a su hermana que ese era el restaurante al que venían a trabajar, pero se equivocó. En realidad allí los aguardaba una pareja recostada sobre un Renault 19 color rojo. Gilda corrió a su encuentro mientras sus primas caminaron tras ella, dubitativamente y sin notar que su guía había quedado metros más atrás. La mujer, que tenía un vestido largo que disimulaba su exceso de peso, tez morena, pelo color negro y una sonrisa sombría, entregó algo en manos de la joven que había llegado hasta el vehículo, quien luego volvió sobre sus pasos para entregárselos a su padre. “Me parece que le dio plata”, sugirió Sofía, que se detuvo tras sentir el nerviosismo que comenzó a dominar las acciones de su cuerpo. “Vengan, ellos nos van a llevar, son los dueños”, dijo Gilda. Las tres ingresaron en la parte trasera del vehículo y emprendieron viaje nuevamente.

Llegando a Andresito
Llegaron a Comandante Andresito; así lo indicaba el cartel de color verde que estaba en el ingreso de la localidad. Allí viajaron hasta un local llamado Sambayón. Pizzería y heladería, rezaba tras sus marquesinas. Supieron que ese era el destino, aunque nadie habló durante el camino. Gilda bajó rápido e ingresó. Las otras dos jóvenes tardaron un poco, pero la siguieron tras colocarse la mochila en las espaldas. Las recibió otra señora que se llamaba Elma. Las saludó amablemente y las invitó a caminar por el salón hasta que salieron a un patio: al final había tres casillas de madera, sólo cubierto su interior con una sábana blanca clavada por la parte superior del hueco de ingreso. Entraron a una de ellas: “Dejen ahí sus cosas y allí está el baño para que se peguen una ducha antes de venir al salón”, indicó la mujer, que dejó de lado la amabilidad para impartirles las primeras órdenes. Ana tomó sus cosas y se bañó. Luego esperó acostada a Sofía, quien tardó un poco más en asearse y volver a la nueva habitación.
Sofía terminó de bañarse. Aprovechó que no había nadie y recorrió algunos espacios de aquel local de comidas. Lo hizo rápido. Cuando logró sacar algunas conclusiones, regresó donde su hermana la aguardaba, ya dormida. “Despertate”, le exigió, y compartió su inquietud de no haber encontrado ninguna cocina, como tampoco hornos en aquel restaurante al que habían venido: “Sólo hay heladeras con muchas bebidas, pero no sé cómo harán para cocinar”, planteó. Además, había visto hombres tomando cervezas, pero nadie tenía un plato de comida.
Mientras charlaban en la cama, Elma corrió la cortina blanca e ingresó a la habitación. Les ordenó que fueran a una de las mesas del local, se sentaran y aguardaran allí las indicaciones de cuáles serían las tareas a realizar. Los clientes eran todos masculinos. El sonido de la música era suave y provenía de la fonola que estaba ubicada a la derecha de una heladera exhibidora llena de botellas de cerveza. En su recorrido por los diferentes rincones del local, notaron que una mujer salía de una de las habitaciones y se dirigió a la mesa en la que tres hombres charlaban. Tomó a uno de ellos de la mano y ambos volvieron a esa misma pieza. Tras la barra había otra joven. Ana sugirió que “esa no debe tener ni 15 años”, quien debió correr a esconderse cuando el hombre de las manos tembleques le gritó que se fuera. Es que habían ingresado dos personas, vestidas de policía. Rápidamente la “señora gorda” los interceptó y les entregó un sobre. Se retiraron. Volvió a ingresar la niña junto a la barra, donde un cliente la abrazó y la acompañó a la otra habitación que estaba libre. Un hombre las señaló e indicó que ellas eran “las nuevas”.
No era un local de comidas, sino un burdel, y ambas se convencieron de ello. “Gilda nos mintió”, dijo Ana preocupada, mientras indicó a Sofía que caminara hacia la habitación para buscar sus cosas.
Tomaron sus mochilas y corrieron por el salón cuando Elma estaba distraída. Cuando las vio, comenzó a gritar que no llegarían muy lejos: “Las vamos a atrapar adonde quiera que vayan”. Los clientes ni se inmutaron ante tal situación, tan sólo rieron. Las hermanas emprendieron un veloz escape que alcanzó seis cuadras. Ambas lloraban y se preguntaban, mutuamente, dónde ir. “No puedo más”, dijo Sofía mientras aminoró sus pasos. “Seguí”, gritó su hermana, que la tomó de la mano izquierda y de un tirón la recargó de fuerzas. No sabían dónde estaban. Tampoco hacia dónde ir. La única certeza era lograr no ser atrapadas...
El destino de las hermanas tuvo un final feliz, tras encontrarse con una pareja que se apiadó de ellas y las acercó hasta la terminal y les dio dinero. En el colectivo, sin documentos, fueron interceptadas por Gendarmería Nacional. Con más miedo que certezas, finalmente, nunca más volvieron a la falsa pizzería, al burdel de Andresito.