El río de la noche

Martes 23 de septiembre de 2014
Rodeados de ríos cuyos horizontes hablan de nubes y lejanía no vemos de tan cercanas las anónimas islas. El hombre ribereño que ha levantado su querencia en la orilla, cerca del puerto y el asfalto, la radio y el médico, a veces montaraz a veces urbano, no es sino el último vecino del pueblo. Más allá habita el isleño. Nadie lo visita, sólo los osados pájaros tramoyistas que cruzan al mediodía y regresan al rato, corriendo el teloncito de tules azules y rosados casi invisibles del atardecer. El isleño tuvo sus nueves meses también y llegó a esa isla como llegan las ramas que arrastra la corriente después de la tormenta en el norte. Uno entre tantos acaso infinitos destinos de pariciones y nacimientos, que de tan ariscos no enlistan los registros. Ha levantado este Adán un rancho de tacuara y pindó para su Eva.
Hachero de leña no de árbol, trampero no cazador. Pescador de espineles no de anzuelo y mucho menos de señuelos (pareciera que la pesca revela la ética del individuo) El isleño desanuda en el muellecito la soga que amarra su bote al mundo, no clava los remos, los posa, y en ese ensueño de río manso, como si acariciara la cabellera de las ninfas, recoge sus redes. El sol se empeña en compartir esa impenetrable soledad bajo el sombrero de paja y apenas dora las arrugas del cuello, las grietas de las manos, el declive de los empeines curtidos de alpargata y abrojos. Como un Mesías atraviesa respetuosos enjambres, las espinas aprendieron su silbido, la víbora conoce su silencio. Las islas del Iguazú, del Uruguay, del Paraná, con límites de selva, son aún escenario de un antiguo mundo rodeado de agua, refugio diluviano y en ellas se resume el origen de la lengua, la metáfora, la filosofía cósmica. Así, la noche en su inmensidad es también un escenario cambiante, oscuro río que esconde tierras secas, orillas lejanas.
Todo hombre, amigo lector, es un isleño.

Aguará-í