El silencio

Martes 6 de octubre de 2015

¡Basta de silencios!¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado ¡el mundo está podrido! Santa Catalina de Siena (1347-1380) pedía ideas, no ruidos. No los ruidos que vinieron después.
La humanidad ha vivido la mayor parte de su historia en medio del silencio, rodeada de esa forma de placidez que son los fascinantes sonidos de la naturaleza, que cuando pulsa, no es estridente sino armoniosa. Toda eufonía proviene de allí. La mayoría de los bullicios naturales son lisonjas para los tímpanos. Las notas de todos los instrumentos intentan repetir el canto de los pájaros, el ritmo de las olas.
 Cuando algo se oye como un rugido en la creación, se debe a un fenómeno de excepción: algo se altera o desgarra; nace un cachorro o se derrumba el árbol empujado por el viento, algún elemento se distiende o contrae y mueve a una montaña, el mar ejerce su soberbia y brama como cuando discuten los truenos disputándose el rayo más luminoso. Además de nuestras voces, hemos compartido el mundo y convivido cada día de nuestras vidas con las coplas de las aves, el arrullo de los arroyos, el trepidar de las llamas, el estruendo de los volcanes, la silbatina de los vientos, la rítmica cadencia de las olas, el cuchicheo de las ranas, el bisbiseo de los insectos, el redoblo de las gotas de lluvia, las tonadillas de los grillos o nuestros gritos, risas y llantos. Y eso era bastante para esculpir todo el ritmo de la vida.

Pero un día ideamos la máquina y al quejido de los ejes y las correas de cuero. Pronto le agregamos el chirrido de las cadenas y más tarde el estertor de los motores. Entonces, ya todo o casi todo fue ruido y el mundo dejó de ser apacible y silencioso. El sosiego dejó de reinar en las noches. Las estrellas nunca más volvieron titilar mudas. Los búhos ya no podrán ser testigos del letargo luminoso de luna llena.
Otras luces apagaron la luna, nuevos brillos borraron los astros y el hombre dejó de mirar hacia arriba y de tanto encandilarse con las luces bajas y sus colores, terminó olvidándose de todas las esferas celestes. Y de Dios. Los alegres saludos que al alba rinden los gorriones son tapados por el rugido de apurados automotores que refunfuñan su apuro por llegar a ninguna parte. Solo unos bendecidos disfrutan aun del zorzal tempranero que requiere de silencio y amanecer. Su trino enseña que el silencio es una nota que no se ejecuta y su canto una voz que no se esconde.
  Las lunas que ve en su vida el hombre moderno son lunas dibujadas, pintadas, filmadas. Ya no hay luna lunera cascabelera que cantaron los poetas. La hemos pisado, dejamos allí nuestra huella y ahora hurgamos más lejos aunque no levantemos la vista del suelo, ni elevemos las ambiciones más arriba del ombligo.
Las nuevas selvas, con leñas de hormigón, hojas de plástico y luces de neón pretenden tapar y distraer sus fealdades con ruidos. Con grillos de lata como sus timbres y sus coros de bocina. Ya no despiertan el gallo ni el zorzal, sino alarmas malditas y acuciantes. Así como la voz es el eco del alma de las personas, los sonidos ambientales son el aliento de cada cultura.
Los ruidos molestos fatigan al mundo. La contaminación acústica es algo nuevo bajo el sol; hoy nos envuelve y cubre de día y de noche. Somos tan ridículos que compramos discos compactos y grabaciones con sonidos del mar y canto de pájaros para crear una “artificial atmósfera natural”.
Los más desdichados están obligados a padecer los ritmos abominables que sus vecinos esparcen como estiércol sonoro. Y cuando el sonido no viene envasado, se sintonizan locutores que apilan desordenadamente adoquines de ignorancia que farfullan con gruesas pátinas de grosería y estupidez. Si por ventura hallamos un exiguo escondrijo de precioso silencio, inmediatamente se lo llena con “música”, cuanto más estridente mejor: en los supermercados, las tiendas, los comedores, el autobús. ¿Qué clase de chifladura hace pensar que tengo que aturdir mis tímpanos y mi paz interior cuando me siento con un libro en el colectivo? El hombre aturdido que supimos conseguir alimenta su escuálido espíritu con música chatarra. A toda hora. En todo tiempo y lugar. En el peor de los casos suenan bombas y tiros. Ruidos que matan. Bramidos que destruyen y demuelen. ¿Cuándo entenderemos que la calma es ausencia de ruido, que el silencio es el sonido de la paz? La mejor metáfora de la nada. Creo que fue Beethoven quien dijo: “Nunca rompas el silencio, a menos que sea para mejorarlo”.  Si el silencio ha de quebrarse, que sea con algo sublime, sólo comparable a la encantadora risa de una mujer.

Rodolfo Roque Fessler
Abogado