Moharra

“¡Qué hacés, pebete!” Inconfundible saludo del pintor 'de ochavas sin esquina' (que no es lo mismo que 'esquinas sin ochavas'); el pintor que dibujó con crayones (indelebles a la lluvia, no a la lágrima) en el frente de su casa de Jujuy (donde crece un higuerón), un singular payaso, que como todos, tiene su lado triste.
Recuerdo que cada nochecita - ya no lo hace a menudo - Moharra desfilaba por Bolívar a buscar su jarabe con maní en el Bahía. Mesa reservada, nunca de espaldas a la calle, siempre de frente, y a medida que atravesaba bares como países con su paso de comparsa murguera, lo vitoreaban los parroquianos de la Fraternidad de la Mesa en la Vereda. ¡Mamá! saludaba Moharra.
Camino al diario, visita de médico, apurada pero puntual, lo veía en su casa para compartir un boceto nuevo y al boleo un trago. Y ahí sigue estando Moharra frente a su mesita, con los puchos alineados, el cenicero y el 'totín' en el vaso de aluminio.

Cuando le mostré los poemas de Tamara no hubo Cristo que le hiciera entender que era un regalo de Camencha, y que por eso no se lo podía regalar yo a él. No lo entendió. Me lo incautó. (Ahora cada vez que quiero leer algún poema, tengo que pedírselo prestado).
Fuimos con él y con Mandové (¡qué dupla, señores!) a ver la exposición de Dalí, lo senté en primera fila cuando fueron las conferencias de Borges en la biblioteca, y lo acompañé a las inauguraciones de su amigo Kowalski en las que no sólo se cataban cuadros sino vides. Por eso le escribí un tango al que Raúl Guerrero le pondrá música, que quiere decir cosas como: Dibujame un saludo Moharra, con crayones de colores, como te saludan los gorriones desde la parra, o: una melancolía sin indulto, aferrada como un sueño a la reseca lágrima que en el desencanto no se lloró del todo, naufraga en el rocío de su noche. Y el alba sedienta y el extraviado ocaso son apenas el mismo espejismo que no lo redime. Acaso dos muecas de la máscara, como esos vanos  intentos del payaso siempre triste, aprendiz de Baco.

Aguará-í