Gambeta de luz

Lunes 14 de julio de 2014
Algunos espectadores en el Maracaná pensaban que aquello era producto de sus anteojos, y se los sacaron; otros que era un encandilamiento y se refregaron los ojos, y millones en Argentina, que aquello era un defecto cromático de las pantallas y golpeamos al televisor. Pero no. De repente, como si jugara su travesura preferida, la luz entregó su gambeta de magia: los ojos brasileños veían amarillo al blanco de la camiseta alemana porque así soñaron su sueño bisiesto con esa copa ladina; los ojos argentinos vimos azul al blanco porque aquello era un espejismo irrespetuoso que había que corregir, si habíamos ganado por penales hacía menos de una semana; y los ojos holandeses veían anaranjado al blanco porque ese era su domingo prometido a la reina, y no el sábado tristón de moretones maquillados y simulación de sonrisa.
Sin embargo, a todos ellos y a todos nosotros, algo adentro nos decía que esas variaciones eran impropias, que el blanco no era ni amarillo ni aranjado ni azul, era un blanco boreal y ajeno. La Brazuka, esa prenda celosa que despechó al botín de Messi en la última, a los infalibles guantes de Romero, y a otros mocasines que no fueran los de Low, circuló magnetizada por la izquierda, como en un declive, de pie alemán a pie alemán y sobre el verde de aquel campo que para muchos fue simultáneamente sindrome de daltonismo, contrastaba ese color silencioso y altivo que no le pertenecía a nadie más que a los alemanes. Nuestros comandantes (como en el Granma) recibieron sus medallas, y entonces de a poco la luz organizó su prisma descabalado y despertó a los confusos ojos, y el amarillo brasileño volvió a ser amarillo pesadillesco, el azul argentino volvió a ser digno azul, el anaranjado volvió a ser anaranjado. Sólo el blanco, más rebelde que nunca, fue blanco de punta a punta.
Como se ve, a veces la luz es buena y comparte una alegría entre muchos, como cuando vemos el arco iris detrás de una lágrima.

Aguará-í