El espejo

Domingo 23 de noviembre de 2014

Era un tape fiero y chueco como un algarrobo, hábil cosechero de arrozales, de buen talante y bien casado con una correntina, pero aún ¾ afortunado, porque si había conquistado a la muchacha que arrancaba suspiros de la peonada y silbidos de los bolicheros, también cargaba el tape con una cruz de dos palos: vivía con ellos la suegra, vieja de mala entraña; y su mujercita, a tanta belleza autóctona oponía sus celos enfermizos de los que padecía hasta sumirse en la depresión. Cuando el tape se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz, la guaina le pidió que no se olvidase de traerle un peine, algo de tela y otras provistas. Después de vender su arroz en el mercado, el tape se reunió con unos compinches y le dio a la lata y al trago como beduino en el desierto. Celebró largamente los precios y como no podía ser de otra manera, el tape, ya medio confuso, se acordó recién en el momento de la vuelta al pago de que su mujer le había encargado algo, ¿pero, qué era? se preguntaba, y no podía recordar. Entonces, para salir del paso compró en un almacén de campo lo primero que vio y le llamó la atención: un espejo mediano, enmarcado, y con él regresó al pueblo. En la tranquera nomás del rancho ya le entregó el regalo a su mujer y ya se fue nuestro tape a echarse al catre para recuperarse del tirón y la caña. Ansiosa, la mujer apoyó el regalo en las tablas de la galería del patio. Se miró largamente en el espejo (nunca había visto uno) y sin causa aparente comenzó a llorar desconsoladamente.
El tape ya roncaba, y la vieja comedida asomó la napia en el asunto, y curioseando la situación le preguntó a su hija la razón de tanta lágrima.
La guaina le pasó el espejo a su madre y le dijo:

-El tape ya no me quiere. Ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre alzó el espejo, lo miró, casi se espanta, y le dijo a su hija:
-No tenés de qué preocuparte m´hija, es una vieja. Y bastante fiera.

Aguará-í