La invasión final

Lunes 8 de febrero de 2016

Una nube de miles de kilómetros cuadrados surge sobre el horizonte y opaca la luz del sol en plena tarde calurosa pero apacible. La masa de la nube es negra, contrasta con el cielo azul, y en su interior algo se revuelve con el mismo sincronismo aleatorio de algunos peces y aves. La nube tiene más de cien metros de altura, y su desplazamiento no anuncia una típica tormenta repentina de verano. Es algo más grave. Son millones de Aedes Egyptis que se han lanzado a la Invasión Final”.
Así comienza el relato que pudiera ser cierto algún día. Mucho antes, para evitar la extinción de la raza humana, los ambientalistas se desgañitaban anunciando las consecuencias de las deforestaciones selváticas y las construcciones de represas; y los intelectuales perdían la voz intentando con sus discursos revertir la pobreza entre las clases sociales. Todos los desoímos. Ningún gobernante tomó al toro por las astas; ningún rey, primer ministro, demócrata o dictador supo frenar las motosierras y las palas cargadoras de la tala, (y los mosquitos cambiaron selvas por poblados urbanos); nadie supo instruir a los pobres para no acumular cacharros, (y allí se estancó el agua, y en la marisma de los barrios pobres con sus miasmas infectadas desovaron las hembras). La gente ya mira con recelo las ventanas, vive a oscuras.
“Es cuestión de tiempo, sigue el relato, la nube se acerca, el zumbido se vuelve ensordecedor y la horda se abate sobre las calles y los edificios, y la ciudad, como si fuera un pantano amazónico, les sirve en bandeja los poros blancos y rozagantes de los sordos, claman de picaduras y sus ayes se asumen en la confusa masa alada como arenga de batalla. Y lanzan a sus hembras a picar, y contaminar para nutrirse de proteínas, para que nazcan enseguida otros millones de Aedes”.