El patio nocturno

Martes 28 de abril de 2015
Subirse al alto techo de tejas en plena medianoche con una escalera para rescatar un gato que no se anima a bajar y no deja de maullar, puede deparar asombro y magia, sobre todo en noches de cuartos crecientes, no tanto por el gato aventurero, sino porque no hay, de allí en adelante, obstáculo entre las estrellas y uno, devenido iconoclasta por obra de destino. ¿Cuántas serán, cien mil, un millón? Aseguran que a ojo desnudo pueden verse unas cuatro mil estrellas (a simple vista) y con la ayuda de un telescopio casero algunas más, siempre menos de diez mil. ¿Serán entonces tantas cómo aseguran los astrónomos? Lástima no tener ojo de lince esta noche… y no esta miopía cósmica. Un puntito - entre millones o diez mil, ya no importa eso-  se mueve erráticamente bajo el fondo fijo. ¿Será un satélite, un plato volador, un asteroide, o un espejismo de la hora? No parecen las estrellas – desde el techo de tejas, acunando al tímido gato– ni tantas, ni tan distantes. El universo mismo deja de lado su gesto de infinito y se nos aparece como un patio abovedado que podríamos recorrer a pie, íntegro, antes que claree el alba, ora cayendo, ora subiendo. ¿Qué raro mito de los cielos perdura aún entre nosotros? ¿Qué prueba nos dejan Newton, Darwin o Einstein, más que esa cierta jactancia de creer que han descifrado el Misterio, como la jactancia de Freud, que creyó descifrar la cabeza del hombre, el más grande de los misterios, según Hawking? Un puntito autónomo en el enjambre (¿qué más da cuántos sean?) se nos hace único, como si fuésemos sus descubridores, los primeros en verlo. Marcha alegremente hacia el este, y uno (y el gato también) se pregunta si sospecharán sus habitantes (si los tiene) que alguien –desde otro lugar, acaso invisible a sus ojos-  los esté observando con estos despejados interrogantes desde una lejana cumbrera de un techo de tejas a dos aguas en noche de insomnio, blanca luna y escalera.

Aguará-í