La lección nunca aprendida

Lunes 4 de mayo de 2015
Se está construyendo un museo dedicado a mostrar cómo era la vida en los antiguos pueblos de las Reducciones Jesuíticas de Paracuaria (siglos XVII y XVIII) con un cuidado extremo de no dañar el entorno físico del antiguo templo cuyas ruinas seguirán siendo el tema principal del sitio. Se está poniendo énfasis en que construcciones posteriores, muchas de ellas actuales, no contaminen el entorno visual; en otras palabras, se busca demolerlas. Los responsables del proyecto son conscientes que en sitios así es importante no solo el monumento, sino también el espacio que lo rodea.
Nada de esto es fruto de la imaginación. Es real. Lastimosamente no sucede en nuestro país sino se trata del templo de San Miguel, en el sur del Brasil. Hace pocos días pude ver el proyecto en casa de un amigo, en una publicación que recoge todos los detalles de esta obra que puede ser considerada modélica por la forma en que está siendo encarada y por el cuidado que se ha puesto al tomar decisiones de modo que el visitante, en todo momento y en cualquier punto que se ponga, tenga una visión muy aproximada de cómo debió haber sido la Reducción, trescientos años atrás. El proyecto contempla espacios para la exhibición de esculturas realizadas en aquel entonces, objetos, documentos y todo aquello que ilustre la vida de los indígenas y de los sacerdotes, áreas para conferencias y realización de seminarios, proyecciones de audiovisuales y hasta viviendas para indígenas que deseen pasar un tiempo en el sitio y tierras reservadas para pequeñas plantaciones de subsistencia.
La otra cara de la moneda es lo que hemos hecho nosotros con vestigios de la misma época y de la misma experiencia que sigue interesando a estudiosos del mundo entero. Para sintetizar: hemos hecho exactamente todo lo contrario. Como ejemplo está el restaurante que se construyó en la misma puerta de entrada a la Reducción de Trinidad. Cuando se decidió que se accediera al lugar por la plaza central, se comenzó a construir rápidamente el restaurante de referencia, con el estilo propio de esa arquitectura inclasificable de techos de tejas de varios niveles y direcciones, arcos en los corredores, piedras en los zócalos, etcétera. La arquitectura del esperpento.
De manera paralela a la construcción que iba creciendo día a día, escribí una serie de artículos y la Dirección de Turismo –entonces las Ruinas dependían de esta oficina– me respondió que se había elevado el pedido de expropiación a la Cámara de Diputados y apenas se aprobara, se procedería a su demolición. Llegaron a decirme que ya estaba todo solucionado hasta que meses después volví y el restaurante no solo estaba terminado, sino ya se había abierto al público.
Con base en estas mentiras y otras similares hemos ido destruyendo nuestro patrimonio cultural, un gesto de llamativa inmadurez como si fuera posible ocultar, con tales trucos, la construcción o la destrucción de edificios enteros. Algo similar pasó con la antigua iglesia de Caacupé. Una mañana sonó el teléfono en la redacción del diario y una voz anónima nos alertó de que se había comenzado a demolerla. Cuando llegué, los obreros trabajaban en el campanario y el arquitecto Feliciángeli me dijo que no había por qué preocuparse, que se estaba reparando el techo a causa de las filtraciones, que podía regresar tranquilo a Asunción. Cuando llegué de vuelta, ingenuamente, el campanario estaba ya en el suelo para dejar espacio a eso que pretenciosamente llaman “basílica” y que no es otra cosa que una afrenta a la estética de un pueblo, a su sencillez, a su humildad y, sobre todo, a su pobreza.
Para contento de los devoradores de nuestro patrimonio, todavía quedan sitios, como el templo de Yaguarón, o la catedral de Asunción, que ofrecen un campo apetitoso para su destrucción, ya que la lección que nos dan nuestros vecinos, nunca la terminaremos de aprender.

Por Jesús Ruiz Nestosa
Para Abc Color, de Paraguay