Los dones de Barbín

Miércoles 6 de mayo de 2015

Cuando Pelusa y Barbín llegaron al patio sus ojos no eran más que dos puntitos brillantes; los dos gorrioncitos comían en su jaula abierta y allí pasaban la noche al reparo de un diario. En aquel entonces, libres y abrigados, los dos pajaritos fueron reyes entre los demás: no había picardía ornitológica que no supieran. Robaban hasta lo que les daba de la mano. Macho y hembra, formaron al fin con los días pareja y su nido fue una cajita de cartón. Papeles, plumas, hilachas de cáñamo y hebras de algodón, lo adornaron. Fue después incubadora aquella alcoba gorrionera. Un día ocurrió la tragedia. El accidente puede imputarse a esa costumbre de volar y caminar sin temor al peligro, ajenos a la noción siquiera aproximada de qué cosas componen nuestro mundo. Uno de los dos gorriones fue brutalmente pisado. Con certezas de tragedia, el herido y el cónyuge estaban en el estante. No era Barbín el herido; parado sobre el nido, daba saltitos desesperados, ¿lloraba? En un rincón estaba Pelusa con los intestinos fuera del cuerpo. ¿Qué instinto la detuvo sin entrar al nido? Cuidó su postura más que su vida, casi insensatamente y se diría que fuera ella misma un accesorio en el nido. ¿Barbín gritó y saltó porque Pelusa no entraba al nido, o habrá comprendido la muerte? Porque Pelusa murió en mis manos dejando un creciente calorcito que jamás olvido, con un estertor minúsculo y delicado. Ya viudo, Barbín empolló sus huevos y jamás volvió a tener compañera. Solitario y huraño, una tarde escapó.
Los gorriones aman y son alados manojos que saben llorar. Se dice que son plaga urbana; acaso no sean sino consecuencia de necesidades perentorias de adaptación en la lucha por la vida, cofrades del hombre. Se nos acercan desafiantes pero, es bueno saberlo, también gustan del aquerenciamiento, y en los patios, como Barbín, exhiben sus almitas.

Aguará-í