Cazadores

Lunes 27 de abril de 2015

Débil de alma pero no del todo desprevenido, con la cautela de un borracho, me ato fuertemente con doble nudo marinero mi sombra a los talones, como se atan los jinetes sus espuelas, porque a veces en estos estados de flaquezas metafísicas suele desatarse la ingenua proyección rastrera, para peligro de ambos.
La columna requiere destacar un paralelismo. El cazador de monte va acompañado de su perro, cuyo olfato y animadversión prestan implacable servicio a la hora de detectar la presa, arrinconarla y dejarla finalmente servida para el escopetazo fatal. El cazador y el tal compañero comparten después, al lado de las brasas, uno las carnes asadas y el otro los huesos de la víctima. Parejamente, otro tipo de cazador nos ocupa, aunque no es su coto el monte sino la ciudad, y no lo acompaña un sabueso sino un gato negro; y no hay escopetazo de cartuchos sino silencioso toque mortal de estilete. Es el cazador de sombras. Su compañero es a la vez sombra y felino; se corporiza según su voluntad alzándose desde las baldosas en cuanto ve una  víctima, o se vuelve plano espectro negro y se oculta bajo las suelas del cazador. Este paisano no le sirve, tiene trabajo nuevo, va entusiasmado; aquella guaina no le sirve, está enamorada; ese muchacho tampoco, va a la terminal a recibir a su madre que llega de lejos. Pero, de repente, la sombra se vuelve gato y le clava la mirada a un hombre vencido, desfigurado por el insomnio de la desdicha; es un andrajo exiliado de la noche, es un extranjero del día y con la guardia baja. Entonces maúlla, persigue a su presa, el cazador sigue al gato y en un santiamén da la estocada: le clava el estilete a la pobre sombra de aquel espíritu débil.
Al rato, el cazador asa la presa, se reserva los mejores cortes, espinazo y lomo, que toda sombra los tienen, y ofrece las achuras y el despunte a su gato.

La víctima, condenada y ya sin lastre, en poco tiempo no necesitará su sombra.

Aguará-í