La capillita

Miércoles 1 de abril de 2015

El viejo camino es ahora un cauce seco; ya no se le atreven los carros que entonces eran barquitos entre Azara y Apóstoles. Los agricultores inmigrantes fueron callados marineros de aquel río vital y rojizo, y con aire franciscano y con obstinada esperanza, iban entre las orillas verdes de un pueblo a otro en sus ágiles carros, que se alivianaban en la huella como se alivianan hoy los botecitos en el agua.
Uno de ellos habrá decidido levantar una capilla bajo la advocación de San Antonio de Padua.
Austera, privada, acorde a su fin, armoniosa y blanca. Traduce su belleza eslava a la lengua silvestre el tacuaral que la abriga.

El sendero es un muelle y  conduce al portalcito verde que apenas cela un cerrojo pasador. Midiéndola en pasos, la capilla tiene tres pasos de ancho y cuatro de largo. Un altar exalta el cuadro del santo que sostiene en sus brazos a un Jesús niño.
Cacharros cerámicos con flores secas son anónimo homenaje y entre pequeños posavelas de tacuara el tiempo ha dejado cartas con pedidos y agradecimientos de favores. Sinceras religiosidades.
Tiene tan poca altura que pueden verse en el techo las cañas que le sirven de estructura a la manera de “adobe armado”.
Iluminan su nochecita cálida e intemporal las velas del humilde candelabro de hierro, aéreo y patriarcal que pende serenamente como la Cruz del Sur.
Pero lo más llamativo es el cuadro pintado sobre tablas enmarcadas. A un costado del altar sin ningún reparo aún nos admiran sus trazos esfumados. Las miradas de María y José mantienen ese raro brillo que el tiempo va mejorando. Como en un cuadro de Leonardo el paisaje de fondo está habitado de formas y seres misteriosos.
La  capillita fue un faro para el alma de aquellos navegantes del viejo camino entre Apóstoles y Azara. Habrán detenido aquí mismo el carro. ¿Pero, quién cuidará mejor aquellos elementos tan cargados de fervores que una cruz de madera?

Aguarà-ì