El hombre quieto

Jueves 2 de octubre de 2014

Tenía el don de quedarse quieto como una tortuga, habilidad que le descubrieron de gurí cuando por primera vez fue abanderado en la escuela de su pueblo. En la conscripción verde aceituna era un lujo verlo en su puesto de centinela o suspenderse en rigidez a la orden de ¡Firme! sin que el sol le moviese una lágrima. Y fue en el cuartel justamente gracias al avezado ojo de un sargento, veterano conchavador de reclutas, que el azar jugó sus cartas, y fue trasladado con recomendaciones protocolares al regimiento de granaderos. Desde entonces, hasta hace poco tiempo, podía vérselo custodiando las puertas de la casa de gobierno o bajo la arcada del mausoleo de San Martin, quietito como una sota de espadas exhibida en el taller del taxidermista. Sin embargo, quizá inspirado en uno de esos pensamientos aletargados en posición estática, o aburrido de clavarle la ceremonial mirada a su emperifollado compañero de turno, o harto de hacer oídos célibes al guainaje del mundo que rodaba activo entre palomas y soles de primavera por la Plaza de Mayo en la que abundan gringas, secretarias y pipistrelas, el hombre quieto presentó al capitán su renuncia irrevocable y se dedicó en adelante a ganarse la vida con otras arlequinadas callejeras. Se nos hizo estatua viviente el hombre, y ahora, irreconocible, vive de la magra gorra del artista, y si sigue quieto se lo ve más feliz, a veces siendo un dios griego de tiesa túnica y corona de laureles, o una rígida sirena escamada, o un singular farolero embetunado de aceites dorados bajo los cuales es imposible saber si este muchacho alguna vez habrá de decidirse a respirar o no y que sólo cuando apenas algún gurí asombrado echa las asignadas monedas a su latita, renace el homérico Démeter y se mueve, emerge Atargatis y aletea, o el farolero agita su farol, y ofrece simultáneamente una tarjeta con un refrán, en señal de agradecimiento, además de su liberada sonrisa.

Aguará-í