Los sueños escondidos

Domingo 26 de octubre de 2014
Era estudiante en la universidad de Navarra, en España, cuando veía pasar por el medio del campus peregrinos que hacían el Camino de Santiago. En cuanto empezaba la primavera y hasta bien entrado el otoño pasaban por Pamplona miles de personajes casi idénticos: no tan jóvenes, ropa de aventura, pantalones desmontables, bastón y una concha de vieira colgando en la mochila. Bajaban por la Fuente del Hierro hacia el valle del Sadar. En el edificio central de la universidad, de estilo herreriano, sellaban el carnet de peregrino y luego seguían viaje hacia los dos pueblos Cizur –el mayor y el menor– y se perdían en la cuesta del Perdón. La mayoría llevaba un par de días o tres según hubiera empezado en Roncesvalles o el Saint Jean de Pied de Port, del otro lado de los Pirineos. Pero había algunos que venían de mucho más lejos.
Como los fines de semana no tenía mucho que hacer, el decano de la facultad me invitó un buen día a acompañarlo con otros amigos a arreglar el camino. Eran miembros de la Asociación de Amigos del Camino de Santiago y se pasaban gran parte de los fines de semana de invierno haciendo el mantenimiento de la calzada que ya tiene más de mil años y en algunos trechos hasta dos mil. Cruza todo el norte de España de este a oeste y termina en Santiago de Compostela, ya cerca del Finisterre, el Fin de la Tierra, la punta más occidental de esa península de Asia que es Europa.
El Camino está jalonado de pueblos antiquísimos y algunas ciudades de casco medieval como Pamplona, Burgos, León, Astorga, Ponferrada… Muchos de los puentes que cruzan los ríos son romanos y casi todos ellos son usados todavía por autos y camiones; el tiempo no ha hecho más que fortalecerlos. En esos años de estudiante conocí el camino desde Roncesvalles, donde está la tumba de Rolando, el gran caballero de Carlomagno, hasta Viana, donde enterraron a César Borgia después de sus infinitas tropelías.
Lo que no sabía es que había empezado a soñar con el Camino en aquellos años azules de estudiante. A soñar, pero sin conciencia de soñar. Y lo digo porque finalmente este año, hace ahora poco más de un mes, andaba por el Camino de pueblo en pueblo como uno de aquellos romeros franceses, alemanes, holandeses, belgas, italianos, suizos… que pasaban por Pamplona con sus pantalones desmontables y sus fantásticos zapatos de travesía.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que hace muchos años que guardaba cosas para hacer el camino, como un sombrero de género para el sol que compré en Bruselas en las liquidaciones de Navidad de 1991 y que perdí en Ponferrada 23 años después. Debe ser lo más viejo de todo lo que preparaba inconsciente para ese viaje con el que soñaba sin darme cuenta. Las últimas deben ser un par de camisetas dry fit, de esas que se secan en minutos después de lavadas, que son imprescindibles para caminar ligeros de equipaje. Hay muchos más, entre ellos los libros del camino que me acompañan fieles en cada mudanza.
Dicen los que saben que mientras dormimos siempre soñamos y que sólo nos acordamos del último sueño, del que duró segundos antes de despertarnos. O del que nos despertó sobresaltados por lo fuerte de su contenido. Del resto no sabemos nada, pero algo podemos vislumbrar desde el único que nos acordamos: podemos saber más o menos por dónde van los tiros.
Esa es mi primera consecuencia –no la más importante– de mis días en el camino. Hace años que hacemos cosas sin saber que tienen un fin. Son anhelos inconcientes del corazón que un buen día se despiertan y se juntan como las piezas de un rompecabezas. Ocurre cuando una mano de nieve arranca una nota que estaba escondida, como en el arpa de Bécquer. Y lo cuento porque todos tenemos sueños escondidos, pero siempre hay señales para descubrirlos, como el sombrero de género belga que perdí en Ponferrada.

Por Gonzalo Peltzer
Director El Territorio