Viajar, viajar y viajar

Domingo 26 de abril de 2015
Cada vez que me encuentro con Gerardo le pregunto por su último viaje y siempre me asombra: Barnaúl, Samarkanda, la base Marambio en la Antártida, las islas Kerguelen o la península de Kamchatka. Llega a sitios que ninguna agencia ofrece, en vehículos a los que nadie se anima y es capaz de comer cucarachas o tomar nitroglicerina. Cuando necesita un remedio, esté donde esté, entra en las farmacias y pide por señas al que atiende que lo deje pasar a las estanterías para elegir él mismo lo que lo va a curar de las dolencias que producen sus travesías por volcanes en erupción o mercados abarrotados de malandrines.
Gerardo es un viejo periodista que llegó a ser empresario de medios y se jubiló como profesor universitario en Buenos Aires, pero sigue dando clases y viajando por el mundo con el espíritu curioso de un adolescente. Cenamos juntos, con otros amigos, dos o tres veces al año y aprovechamos para enterarnos de las últimas aventuras de todos, pero especialmente de los viajes de Gerardo, que invariablemente termina con la frase “nunca me arrepentí de ningún viaje”.
En los viajes se aprende tanto o más que en los libros pero con una experiencia absoluta y directa. Después de los estudios universitarios no hay dinero mejor invertido que en viajar, aunque sea a Corrientes capital, pero viajar.
No sé todavía por qué los chicos se preocupan en poner en sus hojas de vida que saben manejar el Excel y no cuentan que viajaron a Disneyworld o que veranean en Mariscal. Y son inútiles las fotos carné desabridas que acompañan esas biografías: mucho más dice una foto de viaje -en el lugar que elijan y con la cara que les guste- para convencer a quien les puede dar un trabajo, con quien están a punto de empezar a compartir muchas horas de cada día durante unos cuantos años.
Viajar por el mundo debería ser obligación de los políticos. Aunque sea sin rumbo, pero viajar. Es imposible encarar obras de infraestructura si no se conoce el mundo y eso va desde los baños de una estación de trenes perdida en la China al puente colgante de San Francisco. Pero también aquí me atrevo a ir más lejos: es imposible tomar decisiones acertadas si no se conocen las consecuencias de las decisiones de otros, las soluciones a problemas parecidos, los modos de pensar laterales, las vueltas que otros han dado para llegar a donde nosotros queremos llegar, los errores que cometieron y cómo los corrigieron, ahora en el año cero o en el siglo XVI… No estoy pensando en nadie en particular y no es un consejo electoral, pero desconfíe del político que no viaja: seguro que tiene mirada estrecha, corre serios riesgos de volverse autoritario y también de ahogarse en un vaso de agua. Y ojo que esto no quiere decir que es mejor político el que más viaja: ese también puede ser un vago rematado.
Los libros son parte de los placeres de los viajes. Se puede viajar leyendo un libro en los dos sentidos: hay libros que son viajes y hay viajes que son libros, desde los tiempos de Heródoto, pasando por Julio Verne, Joseph Conrad o Rudyard Kipling. Además no hay recuerdo más amable de un viaje que la novela que nos acompañó, en la que quedan tickets, recortes y hasta vestigios de alguna comida, casi siempre del avión.
Pero más que los libros enseñan las comidas de cada viaje y tanto como los monumentos, los castillos, las catedrales, los animales o los bosques que visitamos. Vale la pena llegar hasta Amatrice para comer spaghetti all’Amatriciana, algo imposible de hacer cabalmente en cualquier lugar del resto del mundo. Lo mismo se puede decir de infinitos platos de cualquier latitud y longitud: las empanadas tucumanas no saben igual en Tucumán que en Santiago del Estero y no hay como tomar champagne en Reims, vino tinto en Burdeos, comer queso en Camembert, trufas en Picardía, percebes en La Coruña y chipirones en San Sebastián.
Gerardo tiene razón. No pierda el tiempo: viaje. No se va a arrepentir nunca.

Por Gonzalo Peltzer
Director El Territorio