La piratesa

Jueves 28 de agosto de 2014

La infatigable gurisada de seis integrantes se reducía cada tarde a la mitad cuando llegaba la hora de la leche, es decir cuando las madres llamaban a sus hijos a su tazón de café con leche o cocido, con flautas con manteca, azucaradas. Pero había tres que, mientras ocurría ese intervalo ajeno, se quedaban esperando en la calle arrinconados en un umbral, pergeñando nuevas aventuras o evocando episodios heroicos y fantasiosos, tripartiendo, si había suerte, un mandrugo limosneado por el panadero. Al rato, salían nuevamente los otros y volvía a completarse el maloncito en miniatura que rastrillaba veredas con tizas y autitos, o retomaba las andadas con gomeras, o juegos de escondidas hasta que llegaban las primeras penumbras de la noche, cuando sonaba, otra vez, el clarín maternal que los llamaba al nido. Y fue una nochecita justamente a esa hora abandonada y famélica cuando una madre obrera volvía de la fábrica y a vio a su hijo y a sus escuderos de rodillas peladas, esperando maná del cielo, y compasivamente invitó a los agotados exiliados de la merienda a tener un  bocado caliente en su casa. Esa noche el hijo de la obrera tuvo un sueño fabuloso: se vio a sí mismo y a sus amigos integrando una tripulación de piratas que abordaba galeones en el mar capitaneados por una piratesa que volaba en las sogas y blandía su  alfanje con la cabeza cubierta por un pañuelo de colores anudado que, misteriosamente, le recordaba a su madre, sobre todo por el brillo en la mirada, la sonrisa y el lunar en la mejilla. Pasaron los años, la gurisada se desarmó. Durante toda su vida aquel pibe devenido hombre habría de recordar ese sueño cada vez que la evocaba a ella, además de verla venir agotada cada anochecer de la fábrica, pasando antes por el almacén con su libreta de fiado, o en aquellos abordajes filibusteros, y además, por cierto domingo del año, algo triste, en que a ella venía a visitarla una hermana y se marchaban juntas al cementerio con un ramo de flores.  

Aguará-í