Socialismo humanizado

Viernes 3 de julio de 2015

En la creada República de la Nación Misionera y Guaraní, los curas jesuitas se imaginaron primero un país ideal, y luego fueron construyendo paulatinamente una Nación fundada en la justicia, la bondad y en la ecuanimidad bajo un régimen de mínimas leyes. Una sociedad cuyos principios básicos sostuvieron la libertad, el bienestar general y la solidaridad. Lugar donde no existía la avaricia, la codicia, ni la propiedad privada. Donde trabajo y descanso fueron obligatorios y lo que se obtenía de la producción comunitaria –sea venido de la caza, de la pesca, de los frutos recolectados y de los productos implantados- se distribuía según la necesidad de cada uno.
Allí el núcleo familiar fue sostén de la sociedad y a los ancianos se los respetaba venerablemente, pues gozaban de cuidados especiales y revestían de consejeros sociales. Los gobernantes duraban un año en su mandato y luego eran sustituidos por otros, ¡y si no servían, los echaban! No había esclavos entre ellos, y los considerados así fueron los que cometieron fechorías y debían pagar su culpa trabajando el doble.
La república estaba ubicada en plena selva donde levantaron 30 pueblos de leyenda desde el este del río Paraná al oeste del río Uruguay, con sus propios gobernantes, su cabildo y el mismo principio de vida. Y como nadie ambicionaba lo que el vecino tenía, no había guerras entre ellos. No obstante, estaban preparados para defenderse de cualquier ataque externo, como lo hicieron en Mbororé.

La Nación Misionera y Guaraní fue un país ideal hecho realidad, donde supieron convivir por décadas no más de 150 curas y 200 mil habitantes del Guarán. Asimismo, eran propietarios en comunión cooperativa de  extensísimas superficies de tierras que albergaban a miles de cabezas de ganado de diversas especies y eran ricos en yerba, algodón, madera, cueros y otros cultivos menores. Comunidad que se autoabastecía y solamente adquiría de exterior el papel para la imprenta y los metales destinados a elaborar instrumentos y utensilios, pues confeccionaban hasta la ropa.
Entonces se entiende que el abanico de enemigos, entre estos iluminados y agnósticos, temerosos que el modelo social se extendiera por las colonias, los acusaran de oscurantistas y retrógrados en afán de destruirlos. Se entienda también que sus detractores terminaron por aglutinarse como las plaquetas en la herida con el común objetivo de satisfacer apetitos personales y rapiñar sus riquezas. Aquelarre de reyes rencorosos, cortesanos haraganes, monjes envidiosos, congregaciones celosas, funcionarios avaros y los ambiciosos de siempre. Demasiada potencia reunida para que un puñado de curas desamparados pudiera defenderse mediante la cruz y los santos evangelios sus antiguas armas. ¡Y los echaron! Echaron a los que antes servían y ahora no. Y expulsaron a quienes fastidiaban sus conciencias por cuanto el ejemplo ético de sus vidas se expandió cual elíptico mensaje al mundo civilizado, contrastando de manera total con los placeres que deleitaban y entretenían a los grandes señores.
Entonces debe interpretarse que nuestra antigua patria misionera, inspiración del cura ignaciano Ruiz de Montoya, fue socialista bajo un régimen moral, ético y humanista único, jamás superado en la historia de la humanidad. Y los misioneros debemos sentirnos orgullosos de nuestra primera historia que carecen las otras provincias argentinas. Y de la segunda que comienza con Andrés Guacurarí.

Por Rubén Emilio García
Escritor