“Llama el teléfono, Delia”

Miércoles 18 de febrero de 2009

“A Delia le dolían las manos. Como vidrio molido, la espuma del jabón se enconaba en las grietas de su piel, ponía en los nervios un dolor áspero, trizado de pronto por lancinantes aguijonazos.
Delia hubiera llorado, sin ocultación, abriéndose al dolor como a un abrazo necesario. No lloraba porque una secreta energía la rechazaba en la fácil caída del sollozo; el dolor del jabón no era razón suficiente, después de todo el tiempo que ella había vivido llorando por Sonny, llorando por la ausencia de Sonny.
Hubiera sido degradarse, sin la única causa que para ella merecía el don de sus lágrimas. Y además, allí estaba Babe, en su cuna de hierro y pago a plazos.
Allí, como siempre, estaban Babe y la ausencia de Sonny. Babe, en su cuna o gateando sobre la raída alfombra; y la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias.
La batea, sacudida en el soporte por el ritmo del fregar, se agregaba a la percusión de un blue cantado por la misma muchacha de piel oscura que Delia admiraba en las revistas de radio...
A las siete y cuarto de la tarde -la radio, entre música y música anunciaba la hora con un hi-hi de ratón asustado- y hasta las siete y media.
Delia no pensaba nunca: las diecinueve y treinta; prefería la vieja nomenclatura familiar, tal como proclamaba el reloj de pared, de péndulo fatigado, que Babe observaba ahora con un cómico balanceo de su cabecita insegura.
A Delia le gustaba mirar de continuo el reloj, o recibir el hi- hi de la radio; aunque le entristeciera asociar al tiempo la ausencia de Sonny, la maldad de Sonny, su abandono, Babe, y el deseo de llorar, y cómo la señora Morris había dicho que la cuenta de la despensa debía ser pagada de inmediato y qué lindas eran sus medias color avellana.
Sin saber al comienzo por qué, Delia se descubrió a sí misma en el acto de mirar furtivamente una fotografía de Sonny, que colgaba al lado de la repisa del teléfono. Pensó: Nadie ha llamado hoy.
Apenas si comprendía la razón de continuar pagando mensualmente el teléfono... solamente Steve Sullivan llamaba, a veces, y hablaba con Delia; hablaba para decirle a Delia lo mucho que se alegraba de saberla con buena salud, y que no fuese a creer que lo ocurrido entre ella y Sonny sería motivo para que dejase nunca de llamar, preguntando por su buena salud y los dientecitos de Babe.
Solamente Steve Sullivan; y ese día el teléfono no había sonado ni una sola vez, ni siquiera a causa de un número equivocado.
Eran las siete y veintitrés. Delia escuchó el hi-hi mezclado con avisos de pasta dentífrica y cigarrillos mentolados. Después volvió la cantante de blues y Babe, que mostraba propensión a llorar, hizo un gracioso gesto de alegría, como si en aquella voz morena y espesa hubiera alguna golosina que le gustaba.
Delia fue a volcar el agua jabonosa, y se secó las manos, quejándose de dolor al frotar la toalla sobre la carne macerada. Pero no iba a llorar. Sólo por Sonny podía ella llorar.
En voz alta, dirigiéndose a Babe, que le sonreía desde su revuelta cuna, buscó palabras que justificaran un sollozo, un gesto de dolor. Si él pudiera comprender el mal que nos hizo, Babe... si tuviera alma, si fuese capaz de pensar por un segundo en lo que dejó atrás cuando cerró la puerta con un empujón de rabia... dos años, Babe, dos años... y nada hemos sabido de él... ni una carta, ni un giro... ni siquiera un giro para ti, para ropa y zapatitos... ya no te acuerdas del día de tu cumpleaños ¿verdad?... fue el mes pasado... y yo estuve al lado del teléfono, contigo en brazos, esperando que él llamara, que él dijese solamente: ¡Hola, felicidades...! o que te mandara un regalo, nada más que un pequeño regalo, un conejito o una moneda de oro...
Así, las lágrimas que bañaban sus mejillas le parecieron legítimas porque las derramaba pensando en Sonny. Y fue en ese momento que sonó el teléfono, justamente cuando desde la radio asomaba el prolijo y menudo chillido anunciando las siete y veintidós.
- Llaman, dijo Delia, mirando a Babe como si el niño pudiera comprender. Se acercó al teléfono, un poco insegura al pensar que acaso fuera la señora Morris reclamando el pago. Se sentó en el taburete. No demostraba apuro, a pesar del insistente campanilleo. Dijo:
- Hola.
Tardó en oírse la respuesta:
- Sí. ¿Quién...?
- Te habla Sonny, Della... Sonny.
- Ah, Sonny.
- ¿Vas a cortar?
- Sí, Sonny -dijo ella.
- Delia, tengo que hablar conti- 
go.
- Sí, Sonny.
- Tengo que decirte muchas co-
sas, Delia.
- Bueno, Sonny.
- ¿Estás... estás enojada?
- No puedo estar enojada. Estoy
triste.
- ¿Soy un desconocido para ti...
un extraño, ahora?
- No quiero que me preguntes
eso.
- Es que me duele, Delia.
- Ah, te duele.
- Por Dios, no hables con ese tono...
- Hola.
- Hola. Creí que...
- Delia...
- Sí, Sonny.
- ¿Te puedo preguntar una cosa?
........................................................
- Delia... quiero saber si me per
donas. . .
- No, Sonny, no te perdono.
- ¿No me perdonas?
- No, Sonny, se perdona a quie-
nes todavía se ama un poco... y
es por Babe, por Babe que yo no
te perdono...
- ¿Por Babe, Delia? ¿Me crees ca-
paz de haberlo olvidado?
- No sé, Sonny. Pero no te dejaría
volver nunca a su lado, porque
ahora es solamente mi hijo.
- Eso no importa ya, Delia - dijo
la voz de Sonny, y Delia sintió
otra vez, pero con más fuerza,
que a la voz de Sonny le falta-
ba (¿o le sobraba?) algo.
- ¿De dónde me llamas?
- Tampoco importa eso -dijo la
voz de Sonny, como si le ape-
nara contestar así.
- Pero, Delia... imagínate que yo
me vaya...
- ¿Tú...? ¿Irte...? ¿Y por qué?
- Puede pasar, Delia... Pasan mu-
chas cosas... comprende, com
prende... ¡Irme así! sin tu perdón...
irme así, Delia, sin nada... des-
nudo... desnudo y solo...  Tan sin
nada, Delia... Solo y desnudo,
yéndome así... sin otra cosa que
mi culpa... ¡Sin tu perdón, sin tu
perdón, Delia!
- Sonny... ¿Por qué hablas así?
- Porque no sé, Delia... Estoy tan
solo, tan privado de cariño, tan
raro...
- Pero...
- ¡Delia, Delia!
- ¿De dónde me hablas...?
- ... tu perdón, Delia...
- ¡Sonny ... Sonny, ven ... ¡Ven,
te espero ... ! ¡Ven.!

Eran las siete y treinta. El reloj lo señalaba. La habitación era un gran oído atento, y los sollozos de Delia ascendían por las espirales de las cosas, se demoraban, hipando, antes de perderse en las galerías interiores del silencio.

El timbre. Un toque, seco. Alguien tosía, junto a la puerta.
-¡Steve!
-Soy yo, Delia -dijo Steve Sulli-
van.- Pasaba, y...
-Siéntese, Steve.
-No, no... Me voy enseguida, De-
lia. Usted no sabe nada de. . .
-¿De él?
-Una mala noticia, Delia.
-¿De Sonny? ¿Está preso?
-No, no está preso, Delia.
-¡Ah...! Pensé qué podría ha-
berme hablado desde la cárcel...
-¿Él... le habló a usted?
-Sí, Steve. Quería pedirme perdón.
-¿Sonny? ¿Sonny le pidió perdón
a usted, por teléfono?
-Sí, Steve. Y yo no lo perdoné. Ni
Babe ni yo podíamos perdonar
lo.
-¡Oh, Delia. ..!
-Ya sé; ya sé... no me lo diga; ha
robado otra vez, ¿verdad? Está
preso, y me llamó desde la cár-
cel... ¡Steve …  Ahora sí... aho-
ra sí quiero saberlo! Hablaba des
de la cárcel, ¿verdad?
-Delia... Por Dios, Delia...
-¿Qué, Steve...?
-¡Sonny no puede haberla lla
mado hace media hora!
-¿Por qué no?- dijo ella, ponién-
dose de pie en un solo impulso
de horror.
-Porque Sonny murió a las cin
co, Delia. Lo mataron de un ba
lazo, en la calle.
Desde la cuna llegaba la rítmica respiración de Babe, coincidiendo con el vaivén del péndulo.
Ya no tocaba el pianista de la radio; la voz del locutor, ceremoniosa, alababa con elocuencia un nuevo modelo de automóvil, moderno, económico y sumamente veloz.”


Colaboración de Julio Denis
El cuento fue publicado por primera y única vez en un suplemento especial del diario El Despertar de Chivilcoy el 22 de octubre de 1942, al cumplir esa ciudad el 87º aniversario de su fundación y quizá se trate de la colaboración inicial del nombrado autor. Pero ¿quién era Julio Denis? No todos saben que tras ese seudónimo estaba nada menos que el verdadero Julio Cortázar.
La situación tan tensa como puede serlo una mujer, Delia, con su hijo Babe en un cuarto, abandonada sin explicación por su hombre, Sonny. Seguramente, imagina ella, está otra vez preso, lo que da una idea de la calaña de la pareja. El ámbito, como lo haría en cuentos posteriores, es descripto con enfoques en detalles que atrapan al lector extraviándolo de algún modo en esos microcosmos de cuartos, batea, reloj, teléfono. Un llamado conmueve a la habitación que se convierte en un oído atento a los sollozos de la mujer. Un amigo, Steve Sullivan resuelve el enigma.