El misterio sobrevuela la tumba de la esposa de Horacio Quiroga

Domingo 22 de febrero de 2009
Quiroga en San Ignacio. | Un destino en el que abundan suicidios y dudas...
Aunque no toda la obra de Horacio Quiroga verse sobre Misiones, sus Cuentos de amor de locura y de muerte, El salvaje, Anaconda y Los desterrados han inoculado en la mente de cinco generaciones de lectores, sobre todo los de las alejadas y populosas ciudades, el trazado de mapas imaginarios. Como si fuesen una legión de cartógrafos de la fantasía, aún sueñan los que no conocen Misiones con estos fantásticos escenarios silvestres de San Ignacio, del Yabebiry, o del Alto Iguazú.
Pero un trágico albur “quirogueano”, más allá del ámbito terrenal de su existencia, no requiere imaginación, es la realidad de los hechos y abarca un siglo en su linaje desde el asesinato del caudillo Facundo Quiroga, su antepasado, en febrero de 1835, hasta el suicidio del escritor, en febrero del 37.
En el medio, la muerte accidental de Prudencio, su padre en 1879, el suicidio de su padrastro Ascenso Bargo en 1891, la tifoidea del Chaco que le mata a sus dos hermanos Prudencio y Pastora en 1901, el disparo fatal a su amigo Ferrando en 1902, el suicidio de su esposa Ana María Cirés, en el 15, el propio, en el 37, el de su mentor Lugones, el de su novia Alfonsina, y los de sus hijos Eglé en el 38, Darío en el 52, Pitoca en el 88 y a uno de ellos en particular lo cubre el misterio de cierta sospecha.

1903. Fotógrafo en Misiones
El padre Vicente Gambón, primer jesuita en visitar las ruinas de la Orden en suelo argentino tras la expulsión de 1768, refiere en su libro “A través de las Misiones”, (1904) un encuentro ocurrido un año antes con Leopoldo Lugones, a la sazón encargado de realizar un estudio en las reducciones de la Compañía de Jesús.
Acompañaba a Lugones su fotógrafo, Horacio Quiroga.
Los resultados del estudio de Lugones, ejecutado a pedido del gobierno nacional, tomaron forma de libro en 1904 bajo el título de El imperio jesuítico, editado por la Compañía sudamericana de billetes de Bancos.
No se menciona a Quiroga en todo el libro y apenas se anuncia en su prólogo, para decepción del lector, que solamente dos fotografías, entre menos de una decena de dibujos y planos, adornarán el libro.
Lugones y Quiroga habrían visitado, según se desprende del texto, las reducciones de San Carlos, Apóstoles, Mártires, Santa Ana, Santa María, Concepción, Jesús y Trinidad, la mejor descripta entre todas, y otras apenas citadas.
Con referencia a las fotos, existe una escueta mención que da cuenta que en las reducciones del Brasil y el Paraguay, hallaron las tallas en cedro, con faltantes, de dos santos de madera. Estas tallas, criollas por la madera, tienen un metro y medio de altura de promedio y a ellos corresponden las únicas fotografías del libro.
Con certeza Quiroga tomó muchas más fotografías que las halladas en el libro de Lugones pero ¿adónde fueron a parar? Donde fuere, quedan al menos dos pruebas de su primer contacto con el suelo misionero.

1912. Juez de Paz
En el cementerio de San Ignacio hay una tumba oscurecida que no lleva fecha alguna. Es que de Ana María Cirés todo desapareció, desde su rostro en las fotos que Quiroga destruyó, hasta la fecha real de su muerte.
En Vida y Obra de Horacio Quiroga, (1939), José María Delgado y Alberto Brignole dieron a conocer por primera vez un relato de su muerte y una fecha, 14 de diciembre de 1915. Pero este dato, citado por sucesivos biógrafos, no corresponde al Acta de Defunción en la que se lee 10 de febrero de 1915.
Desde enero de 1912 hasta enero de 1917 Quiroga fue encargado del Registro Civil de San Ignacio. El 14 diciembre de 1915 transcurrió probablemente sin novedad para él. Once meses antes, el 11 de febrero de 1915, tampoco estuvo presente cuando hubo que levantar acta de una muerte prolongada durante ocho días.
Horacio Quiroga tendría buenos motivos para disculparse ese día.
Lo reemplazó en la tarea Pedro Alvarenga, quien actuaba a veces de suplente.
En foja primera, empezó a escribir con letras de molde:  En San Ignacio a los once días del mes de Febrero de mil novecientos quince ante mí Jefe suplente del Registro: Ramón Gozalbo de treinta años, soltero uruguayo, domiciliado en la localidad, declaró que el diez del corriente a las once de la mañana falleció en su domicilio la mujer Ana María Cirés de Quiroga. Tenía veinticinco años, era argentina, casada, hija de Pablo Cirés (fallecido) y de Ana María Laguzan de Cirés, francesa, domiciliada en la localidad. Leída el acta la firmaron conmigo el declarante y los testigos Pablo Allain (42), francés y Vicente Gonzalbo (40), uruguayo, domiciliados en la localidad y quienes han visto el cadáver.
La causa de la muerte -hemorragia intestinal- se lee con letra apretada, como si cierto espacio en blanco hubiese quedado corto, y agregada posiblemente a los dos meses, cuando el titular volvió a tomar los registros entre sus manos.
Para ese entonces, Ana María ya estaba en el cementerio de San Ignacio. Quiroga había mandado colocar su lápida de mármol donde se grabó su nombres pero se omitió señalar todo dato que registrara su vida y la  fecha de su muerte.
Para aclarar el misterio de la fecha falsa, caben varias hipótesis: el desconocimiento, la equivocación o el ocultamiento.

El desconocimiento
Los hermanos Gonzalbo, testigos, no podían desconocer la fecha. Tampoco la ignoraban  Carlos Giambaggi y la mayor parte de los habitantes del pueblo. Los amigos frecuentaban a los Gonzalbo, todos procedían de la misma clase social y como lo muestra  la correspondencia de Quiroga todos solían intercambiarse noticias antes y después de los hechos. Es improbable que desconocieran las circunstancias del drama. ¿Por qué necesitaron dar un dato preciso pero falso y fechar la muerte oficial de Ana María en diciembre de 1915, once meses después de los sucesos?

La equivocación
Suponiendo que los testigos y los amigos respetaron el hermetismo de Quiroga y que sea fortuito que la lápida no indique fechas, resultaría pues que, sin querer, Delgado y Brignole se equivocaron de fecha. Hay biógrafos víctimas del equívoco, otros más prudentes como Enrique Amorim y Ezequiel Martínez Estrada.
En El Quiroga que yo conocí, Amorim cuenta que en 1925 en la biblioteca de Quiroga leyó una crónica de la muerte de Ana María, dirigida a manera de testamento al hijo, Darío. Ese manuscrito nunca se volvió a encontrar. Otra leyenda, no menos inverificable, quiere que la muerte de Ana María no sea realmente un suicidio, dijo Amorim.
Ezequiel Martínez Estrada expresó La desdicha familiar que lo adhirió a mí es de carácter sagrado y no puede ser tratada con el alma impura. Es un capítulo de novela, sin duda, pero ¿cómo desligar en Quiroga la ficción de la realidad, la novela de la biografía?

El ocultamiento
Nada permite dar por certero el ocultamiento, menos aún desconociendo las circunstancias exactas y los motivos de la muerte cuya causa fue agregada después.
Con todo, quedan muchas preguntas y un vacío significativo, entre febrero de 1913 y marzo de 1917 las cartas que Quiroga escribió a sus amigos se esfuman casi completamente, y las que llevan esas fechas, difundidas, tienen sabor a diálogo interrumpido.
¿Qué misterio sobrevuela la tumba de la esposa de Quiroga?