La corrección política

Domingo 26 de marzo de 2017

Cuando éramos chicos existía el Partido Comunista. Por culpa del peronismo –o gracias al peronismo– sacaba pocos votos en la Argentina. Donde gobernaba no podía haber otros partidos y se confundía con el estado, tanto que la bandera de la URSS tenía los símbolos y los colores del partido. Era como si Macri nos obligara a todos a ser de Boca y la bandera argentina fuera a franjas azules y doradas y en lugar del sol apareciera la sigla CABJ.
Entonces si alguien decía PC (pecé) todo el mundo entendía que nos referíamos al Partido Comunista. Pero en los años en que caía el Telón de Acero que dividía a Europa en países comunistas y no comunistas, también hacía su aparición la PC, el invento más asombroso desde la creación del alfabeto. Las computadoras habían nacido ante la necesidad de descifrar las claves enemigas en la Segunda Guerra Mundial, pero eran unos mamotretos fenomenales y no dejaron de serlo hasta que en los años 80 a Steve Jobs se le ocurrió la idea de la personal computer: la computadora pasó a ser un objeto de uso personal, como la que hoy tenemos casi todos y en la que hacemos también casi todo, desde escribir esta columna a comprar un pasaje de cole a Capioví.
Fue así como si hoy decimos PC nadie entiende Partido Comunista.

Pero en este siglo apareció en los Estados Unidos otra significación de PC que empieza a desbancar a la computadora y se mete en una cuestión social bastante peliaguda. Es la calificación de políticamente correcto de cualquier cosa. This is not PC te dicen para descalificar una conducta, una palabra, un dibujo, un cuadro, la ropa, la comida, una cantidad, una actitud… o lo que sea.
Empezó por el lado de la política y terminó por el lado de los tomates. De la política porque los referentes norteamericanos entendieron que dentro de la amplia libertad de expresión, algunas cosas no son políticamente correctas. Se pueden decir o hacer, pero no quedarían bien en un ambiente de respeto por las ideas ajenas. Y de los tomates porque se terminó aplicando a cualquier cosa que no nos gusta. Así que de un estándar cultural para delimitar algunas expresiones pasó a ser una herramienta de censura de cualquier pensamiento que no sea el propio y la punta de lanza de la llamada posverdad.
Es que la trampa estaba en lo de limitar algunas expresiones: ¿cuáles? ¿por qué? ¿cómo? ¿con qué autoridad? ¿hasta dónde?…
Y tanto se hartaron los norteamericanos de la corrección política que hoy tienen un presidente políticamente incorrecto. Bueno, tienen  un presidente que se dio cuenta de que era el momento de ganarle a la pavada atómica de la corrección política y lo aprovechó a pesar del horror estéril de sus oponentes políticamente correctos.
La libertad de expresión, como toda libertad, implica correr el riesgo de la libertad. Es una consecuencia elemental de la presunción universal de inocencia, consagrada en nuestra Constitución Nacional: todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario y el que lo tiene que demostrar es un juez con todas las de la ley. Y la corrección política es, al fin y al cabo, el resultado del principio contrario: la presunción universal de sospecha que establece que todos somos culpables hasta que no demostremos nuestra inocencia (cosa que tenemos que hacer, sin ir más lejos, cada vez que nos piden el documento).
Decir lo que otros quieren que digamos es casi siempre consecuencia de nuestra propia inseguridad sobre lo que pensamos y de la dichosa corrección política. Si estamos seguros de la verdad de nuestro pensamiento, deberíamos expresarnos sin drama, mucho más cuanto más grandes nos ponemos. Y de paso fregarnos en la corrección política, a ver si todavía nos toca un Trump vernáculo.

Por Gonzalo Peltzer
gpeltzer@elterritorio.com.ar