De la mano

Lunes 21 de agosto de 2017

Si eres de Barcelona la primera vez que vas a Las Ramblas te llevan de la mano. Lo hace tu padre o tu madre. Tu abuelo o tu tío, tus primos o tus hermanos mayores. A veces te despistabas y se la dabas por unos instantes a un extraño y no notabas la diferencia: la mano del otro te era familiar. También su andar, su olor. Curiosamente no distinguías que no era de los tuyos. Eso no pasa en todos los sitios. Sólo en parques de atracciones y en Las Ramblas (así, en plural porque son muchas). Lugares fabulosos ambos como sabe cualquiera por poco que sepa uno. Sitios donde todo el mundo puede ser él mismo y, a la vez, único y extraordinario y que eso no importe a nadie. Lo extraño es cotidiano y se muestra tal cual, ahora y antes, en Las Ramblas, bajándolas, subiéndolas, cruzándolas, a la carrera o al trote, perseguido o ensimismado.
En ese recuerdo, bajar o subir por Las Ramblas siempre era hacerlo de la mano de alguien que te cuidaba, te protegía, evitaba que te perdieras. Escribo esto sabiendo que han asesinado a un niño de tres años que fue a Las Ramblas con su tía —que ayer aún estaba grave— y otros miembros de su familia. Eso —que uno de los tuyos quisiera respirar un poco y se acercara hasta a Las Ramblas y te llevara con él, previamente acicalado y decente— era usual. También ahora. Sobre todo para barceloneses de fuera del centro o de alrededores.
Ramblas desde Plaza Catalunya hasta el monumento a Colón o a la inversa. Pienso en el crío, en la familia, en el asesino, en la familia del asesino y pienso en Barcelona y me percato de que al hacerlo en Barcelona lo hago no como una ciudad sino como una comunidad —herida hoy— y me doy cuenta —por mucho que puedas llevarte mal con la madrastra que puede ser Barcelona— que siempre perteneces al sitio donde estuvo la gente que te dio la mano para que no te perdieras.

Las Ramblas son la mejor expresión de los barceloneses. De cualquiera de nosotros. Cuando venía gente de fuera, los llevabas a Las Ramblas porque estabas orgulloso de ellas. Sólo era un paseo —hay lugares más bonitos o impresionantes en la ciudad— pero un paseo repleto a todas horas de gente tan bonita e impresionante como horrible e impresentable. Personas distintas embriagadas por el extraño sortilegio de la acumulación y la tolerancia, y que, por lo tanto, hacía que no te encontraras extraño o rechazado mientras pisabas esas olas dibujadas en el suelo de Las Ramblas. Creo que es imposible pisarlas y no sentirte parte de una comunidad al hacerlo. Una comunidad de la que además sentirse orgulloso. Por abierta, por gigante, por luminosa. Es, en cierto modo, terreno sagrado por laico, y es que en Barcelona siempre ha cabido todo el mundo y nunca sobró nadie. Ni antes ni ahora.
Pones hoy la televisión, lees la prensa y las cifras, los comentarios, los políticos, los asesores, las imágenes y la palabra de tu ciudad, Barcelona, y Las Ramblas. Ves zonas, en especial de Las Ramblas que, al estar desiertas, te cuesta reconocer. Pero sobre todo ves a gente de Barcelona. Gente de Barcelona con miedo, gente de Barcelona que no se quiere dejar asustar. Gente de Barcelona de Honduras, de Nueva York, de Madrid, de Santander y de Santiago de Chile. Gente de Barcelona con maletas. Gente de Barcelona en el suelo, muerta o herida, en una figura atrozmente imposible. Gente de Barcelona curiosa y gente impotente de Barcelona. Gente de Barcelona que quiere hablar y otra que quiere olvidar. Gente de Barcelona que ayuda. Gente de Barcelona que espera. Gente de Barcelona que dona sangre y gente que la vierte.
Da igual que esa gente sólo lleve unas horas en Barcelona. Pertenecen a una comunidad porque todos están buscando u ofreciendo una mano que les haga bajar o subir Las Ramblas para que nadie —aunque cruce a cuatro ruedas en furgoneta y en zigzag— se considere mejor que nadie, con más derechos que nadie ni poseedor de ninguna verdad ni ningún dios mejor que cualquiera de nosotros, gente aquí y ahora, de Barcelona.

Carlos Zanón
Escritor catalán