La función

Sábado 30 de julio de 2016
Celebran con una serie de exaltaciones que compendia un ¡Bravo! y aplaudieron cuando el Príncipe besó a la Princesa tras haber vencido al Brujo.
-¿Te gustó? pregunta la madre mientras mira su celular (fueron 40 minutos de abstinencia a veces incumplida) y el niño asiente con la cabeza. Vendremos, le prometen, a verlos cuando venga de nuevo”. Y comienza el primer rito, el éxodo.
Las madres les ponen las camperas, los gorros, les ajustan las bufandas, los guantes. Se han encendido las luces de la sala y al cabo de unos minutos, queda vacía. Hasta el iluminador ya bajó las escaleras, y en la oficina programan la jornada venidera, ajustan la agenda, miran la recaudación. Comienza en otro plano el segundo rito: el titiritero comienza a guardar sus bártulos.
Desarma el retablo, dobla las cortinitas, llena una valija. Los títeres, mientras tanto, han quedado de lado, inertes, sobre una silla y en el piso: uno ha quedado con los brazos abiertos, como crucificado, mirando el techo; otro, replegado sobre el respaldo; el tercero, amorfo, desanimado, hecho un manojo. No se quejan, no pestañean. Los guarda el artista en otra valija que cierra enseguida porque tiene que dar otra función en otra parte. La escena se desarrolla bajo una atmósfera de cierta desolación. Salta del escenario, carga sus valijas y abandona la sala (que a esta altura parece el esqueleto descarnado de un dinosaurio: las butacas vacías son vértebras fósiles).
El titiritero abandona, postreramente, lo que hasta un rato fue un laboratorio de asombros, enojos, risas y festejos.
Un ayudante pega una barrida al hall, entra el cartel de la vereda, cierra la puerta. Se le paga al hombre por su servicio. No es mucho, pero es lo que es. Curiosamente el rostro del titiritero no es el de un hombre feliz, justamente él, encargado de dar felicidad. Ha culminado la función de títeres y la trastienda deja en el ámbito una extraña configuración de la amarga realidad: la sombra de la Fantasía llora en un rincón.