La puntualidad

Lunes 27 de marzo de 2017
Después de los encendidos actos por el día de la memoria, la situación de los yerbateros, los paros de los maestros, las escuchas de Cristina, el drama de Bauza, la carne de Brasil y los misiles norcoreanos, no me queda mucha tela para cortar un lunes. Permítame compasivamente que le cuente la historia que habla de la honorable puntualidad de los japoneses.
El nipón Masao Sasanuma y yo éramos socios de martingalas nocturnales en el casino de Bariloche, en pleno Centro Cívico que por una sutil ironía del diablo estaba en el primer piso del Bariloche Center sobre la calle Pagano. Seco, desamparado de racha, con la brújula desmagnetizada para atrapar rojos y negros, le pedí a la salida cien dólares a Masao. Nevaba y no dudó. En realidad no dudó más que nada en ponerle lugar, fecha y hora a la devolución. "En mi casa al pie del cerro Otto, el miércoles, a la una de la tarde", dije el domingo. Tenía apenas la noche del lunes (y cierta indescriptible fe) para concretar mis revanchas, porque los martes cerraba el casino. Tuve suerte, dupliqué, y el miércoles a la mañana ya tenía en el bolsillo los cien de Masao. Llegué a mi casa a la una y cuarto. Y ese cuarto bastó para que me comiese el sermón del samurai sobre la cultura del minuto, los segundos y la palabra dada. Dos horas después yo ya tenía los ojos rasgados de tanto asentir. Hubo, al tiempo, cambio de roles. Masao era cocinero en un restaurant chino regenteado por un taiwanes (El Jabalí, sobre la avenida San Martín) y se había escolaseado la noche anterior la plata que había que pagarle al verdulero. Me pidió cien dólares. No dudé (no dudé en ponerle las mismas coordenadas: en mi casa, más que el miércoles, el jueves, a la una). El jueves pasó la hora, y pasó la noche del viernes. Masao llegó el sábado a la tarde. A veces el silencio budista suele ser tan elocuente como los discursos de un cocinero petiso, timbero, impuntual, al fin y al cabo, humano, pero buen amigo de correrías.