Serapio Solari

Viernes 24 de junio de 2016
Los números, vulgares y cotidianos como las moscas, constituyen un breve alfabeto de simples guarismos, básicos en la modernidad para explicar ciertas ideas matemáticas con ecuaciones que los vinculan entre sí entre signos de operaciones elementales (y algunas complejas que resultan herramienta exclusiva de los genios, en su mayoría incomprendidos por el mundo por no encontrarle demasiado sentido práctico a sus fórmulas, como sucede, decía, con las moscas). 
Los números son nueve y al escribirlos vemos en su diseño las configuraciones de los dedos de una mano abierta (los utilizados en tiempos del Imperio Romano tienen su precursoría en posiciones individuales o conjuntas que median entre el erguido pulgar y el meñique aristócrata, y sus intersticios membranosos, e incluso en la combinación de ambas manos.
Excluidos los pies, “I, V, X, L, C, D, M” son fácilmente reproducibles: imitan los gestos ocultos de los titiriteros bajo el muñeco, que es donde nace las fantasía.
Todo es lógico. Pero el cero inventado por los árabes es cosa misteriosa, como todo lo que viene de Oriente. Remite a la vez a la Nada del origen y a la Infinita graduación de las decenas, centenas, millares y todo lo que sigue, sin fin, cuestión que escapa incluso a financistas y usureros: un cero a la izquierda mengua al predecesor, a la derecha lo acrecienta. Por este solo doblete parece ser signo ortográfico antes que de la familia de los números; y más que ortográfico, metafísico: solito, sin compañía, como la luna, da idea de vacío neutro ¿y quién sino un filósofo representaría con un número semejante idea yerma y estática?
El cero es la moneda de la Vida, Tristeza en su cara y Alegría en su ceca, como una escena espejada, cíclica y por lo tanto circular, como se lo acuña. Parece una Anfisbena que se muerde la cola. Es la nota más baja, debiera ser la más alta, y de algo, no sé de qué, nos libera. Lo llamamos Serapio Solari y habrá que buscarle en nuestro santoral algún otro servicio.