La vida de las cosas

Miércoles 21 de marzo de 2018
Siete menos diez. La misma claridad nublada a través de la misma ventana de siempre; en diez minutos se sospechará al sol. Picaporteo sin llave y ya estoy en la vereda (“un pequeño paso para un hombre y un gran salto para la humanidad”) rumbo al objetivo con mi escafandra sonora con la misma decisión biplana del Barón Rojo en 1917. Paso tras paso, aumenta la distancia y según mi recuento todo en la casa se ha quedado quieto. Pero no. Al rato los objetos inanimados (la mesa y el vaso de agua, la silla y la camisa colgada, la cama y las cobijas, el cuchillo, la mermelada) viven su fracción de existencia. La mosca queda a cargo. Dueña y señora de la casa da vueltas en el aire, se posa, hurga; la luz del sol ilumina el vaso, surge el prisma sobre la mesa; la camisa comienza a desarrugarse, la silla envejece. La cama ata su sombra a una pata, y sobre las cobijas, se asienta el polvillo ingrávido. El cuchillo se equilibra, deja de oscilar, la mermelada fluye sobre el vidrio del frasco. La mosca, más activa, camina y se frota las alitas con las patas delanteras como si se lavara la cara, va y viene, despega, se posa en la pared. Muchas otras cosas suceden ajenas a la orquesta de la calle si es que no son sordas. Se marchita una hoja del limón que corté ayer, aunque yo, a esta altura, debo estar a cinco cuadras. Desaparezco de ese mundo mío. Diez horas desando el rumbo, busco mi hangar. Ya doblo la esquina, busco la llave, cede la puerta. La mosca ya se ha escondido o ha muerto. Todo afuera se va de foco, la calle es una postal quieta, o que parece estar quieta. Es raro; cuando dejamos la casa ocurren los misterios de las cosas que han cobrado vida silenciosamente. Intuyo que han ocurrido pero no puedo probarlo, como tampoco podré demostrar que por haber despegado a las siete menos diez y aterrizado sano y salvo a las cinco de la tarde, haya alterado la rutina cotidiana del mundo.