El cazador converso

Miércoles 20 de septiembre de 2017

Torcaza, gorrión, paloma; ratonera, jilguero, colibrí... y puede que algún plumífero más, pero no creo. Ese era, entonces, el magro catálogo de las presas del coto de caza en el barrio de mi infancia.
Si yo quería darle a un pájaro en la rama o en el aire, o en las vías muertas del tren, primero tenía que tener puntería, y para tener puntería tenía que practicar tratando de darle a la latita en la estaca del alambrado. Entonces aprendí que tenía que elegir mejor las piedras, no las más grandes sino las pequeñas y redondeadas; que era mejor sostenerlas apenas con la punta de los dedos; que la dirección era habilidad de la muñeca, y que la fuerza no era cuestión de abrir los brazos.
Ya andaba haciendo blanco a los piedrazos a buena distancia, casi como el Zurdo, que no erraba uno.

Mejoré, así, la puntería y le conté a mi vieja mis dones un mediodía mientras cuchareaba la sopa. ¡Cómo se puso! Se despachó con: ¿en qué clase de monstruo te me convertiste? ¿no hablamos de la belleza de los pajaritos? ¿no te duele lastimarlos?
No es que estuviera desilusionada de su esforzado proyecto de hacerme un buen hombrecito, más bien, andaba arisca como un tero, y su inquietud se convirtió en un raro silencio que sólo levantaría cuando me retractara de mis safaris. Pero para retractarme primero tenía que ser sincero, y para ser sincero tenía que dejar de practicar la puntería. Basta de tirarle a la latita y que, definitivamente, las piedras queden en el suelo.
Curiosamente, convertí mi ansiedad cazadora en un singular poder de observación, gozoso, paciente, y empecé a descubrir la comedia doméstica de los nidos y los pichones desplumados; a celebrar a las pajaritas metiéndoles comida en el buche, sus infructuosos aleteos, sus primeros píos.
Dar cuenta de estos misterios como quién no quiere la cosa, compuso el vínculo, y sin exagerarles, mi vieja aleteaba de alegría, y cacareaba, feliz como una gallina bataraza.